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Michael de Montaigne (Michel Eyquem de Montaigne Castillo de Montaigne)


Michael de Montaigne, la práctica de vivir

Sara Bakewell es la autora de "Cómo Vivir o una vida con Montaigne" / Foto YouTube

Ensayo de múltiples talentos y vibrante escritura, Sarah Bakewell nos entrega un relato en el que, vida y obra del filósofo francés, son inseparables

Sarah Bakewell (born 1962/63)

NELSON RIVERA23 Caracas 23 DE OCTUBRE 2016 Papel Literario de "El Nacional"

Han transcurrido más de cuatrocientos años de la muerte de Michael de Montaigne y su obra sigue siendo única. Es tal la facultad de sus ensayos para regenerarse ante cada lector, que difícilmente puede escribirse algo que no sea más que una aproximación incipiente, apenas un atisbo de la vastedad que ellos convocan. Y es que esa condición que he llamado vastedad, pero que también cabría nombrar como pluralidad, universalismo o grandeza -y esta es una de sus enormes paradojas-, proviene del apego de Montaigne a las particularidades, a los detalles, a la vertiente fáctica de la existencia.

Acabo de leer el libro de Sarah Bakewell, prendado y en estado de oscilante inquietud. En más de una ocasión me he sentido como si ella me revelase las dimensiones de un autor que, a pesar de que lo he leído, se me ha escapado. En otros momentos, ese Montaigne del que uno se apropia (esa facultad suya de hacer sentir que te habla a ti y a nadie más) ha vuelto. Se ha hecho otra vez presente.

En los últimos años he leído prólogos, ensayos y algunos libros: los textos imprescindibles de André Gide (que vio en Montaigne la expresión del espíritu francés), Stefan Zweig, André Comte-Sponville, varios de Antoine Compagnon (no he logrado dar con el famoso texto de José María Valderde, donde sugiere que los Ensayos (1580) fueron el modo que Montaigne encontró de continuar su conversación con Etienne La Boétie), así como el ensayo de Juan Arnau incluido en su Manual de filosofía portátil. Más recientemente he leído el ensayo de Jean-Luc Hennig –se titula De la amistad extrema– consagrado a la mutua lealtad que unía a La Boétie y Montaigne. Consigno esta breve enumeración para decir que Cómo vivir o Una vida con Montaigne, no solo se refiere a los asuntos que han ocupado a estos autores, sino que va mucho más allá: elabora una trama donde el hombre y los Ensayos se exponen, inseparables y dotados de la misma sustancia vital.

Escribir sobre los Ensayos debe ser uno de los desafíos del que difícilmente se sale bien librado. Cada ensayo desborda. Ninguno es previsible: su recorrido lo determina la digresión, la cita que irrumpe desde algún autor de la Antigüedad (más de 1400 según el dato suministrado por Compagnon), la anécdota que se nos ofrece como si acabara de ocurrir. A menudo, la promesa que contiene el título o las primeras líneas, no se materializa. Uno los lee en posición de quien escucha a uno de esos conversadores que hechizan, cuyo próximo giro resulta siempre sorpresivo. El temperamento de los Ensayos –porque en su núcleo son modalidades del temperamento– es el hombre que los escribe. Autor y escritura operan fusionados. Constituyen materia indivisible.

La trama de Una vida con Montaigne está profusamente habitada. Los hitos de su biografía concurren de la mano de sus pensamientos, los episodios de su existencia se entremezclan con los ensayos. Lo admirable del tapiz de Sarah Bakewell es el orden mental y la gracia con que ha sido elaborado. Hay una afabilidad, un decir elocuente que, en sí mismos, provienen del aliento de Montaigne. Este libro es un reluciente ramo de flores en la enorme bibliografía sobre Montaigne.

Homenaje, nunca exento de la mirada crítica de la autora. El que los ensayos constituyan una especie fundadora, y que el mismo Montaigne haya tenido conciencia de ello, no lo releva del examen de los vínculos con su tiempo, con su familia y con quienes vivieron próximos. Bakewell se sirve de cuantiosos recursos: de la historia del tiempo de Montaigne; de documentos y correspondencias; de decenas y decenas de comentaristas y biógrafos a lo largo de los siglos; de la visita al Chateau de Montaigne; y, por encima de todo, de la lectura abierta, sensitiva y cómplice de los ensayos. Y con esa maleta atiborrada de datos e intuiciones, ha escrito 400 páginas simplemente adictivas.

El niño Montaigne

Michel Eyquem de Montaigne nació el 28 de febrero de 1533, hijo de madre judía y de un padre que se hizo militar, en el castillo que pertenecía a su familia desde 1477, en la frontera entre la católica Burdeos y la protestante Périgord. Los vinos que producían sus tierras partían a Inglaterra. Era una familia numerosa: Michel tenía siete hermanos y hermanas. Se convirtió en el tutelar, porque sus dos mayores fallecieron. Como bien se sabe, Michel fue educado bajo los parámetros de un experimento diseñado por su padre. Siendo muy pequeño, fue enviado a vivir con una familia de campesinos. Quizás eso explique, en parte, los débiles lazos que tuvo con su madre. De regreso a su casa, fue inmerso en el aprendizaje del latín. Tan fluido fue su dominio, que aventajaba al famoso Doctor Horst, quien fue su maestro. Esa lengua le abrió, de par en par, el acceso a los clásicos. Apenas conoció el castigo corporal, común en su tiempo. Le despertaban con música. Zweig, en un rapto de exageración, cuenta que le despertaban con flautas y violines. De ello se encargaba un músico que ejecutaba un laúd. El objetivo era evitarle cualquier sobresalto.

Creció en un mundo peculiar y suyo. Los autores de antigüedad pronto ingresaron en su cotidianidad. En aquél tiempo deben haber quedado sembrados en él, sus lealtades al estoicismo, al epicureísmo y al escepticismo, las tres corrientes que desembocan en pensamiento. A partir de 1539 asistió a un colegio en Burdeos. En una ocasión le tocó presenciar el asesinato de un hombre por la multitud. La cuestión de qué hacer ante la violencia se instaló en su sensibilidad. Es muy poca la información que se dispone, desde que dejó la escuela en 1548, hasta 1557.

Los Ensayos permiten seguir su acumulación de lecturas. Ovidio, Virgilio, Terencio, Plauto, Tácito, Plutarco, así como decenas y decenas de otros autores. Él mismo lo explica: leía sin orden, sin plan. Al gusto. Si se aburría, lo dejaba. Le gustaba citar la frase de Terencio que dice, “estoy lleno de grietas y pierdo por todas partes”. Resistía las obligaciones. Ponía en duda su capacidad de comprender, aunque su incansable agudeza, con frecuencia, traicionaba ese dictamen.

A partir de 1562 y hasta años después de su muerte, en 1598, las guerras religiosas y políticas, se sucedieron una tras otra. Fueron ocho. Algunas de esas guerras le alcanzaron. Algún enfrentamiento tuvo lugar en sus tierras. Los cultivos fueron arrasados. Estos hechos azuzaron su ansiedad pensadora. Escribe Bakewell: “Esas eran las escenas que aparecían frecuentemente en los Ensayos de Montaigne: una persona pide clemencia y el otro decide dársela o no. Montaigne estaba fascinado por la complejidad moral que implicaba ese acto”.

Espejo de sí mismo y de sus lectores

No me detendré en el trasegado capítulo de la amistad entre Étienne de La Boétie (1530-1563), autor de La servidumbre voluntaria, y Montaigne. Se conocieron en el Parlamento, donde ambos trabajaban. Seis años duró la intensa amistad entre ambos, que acabó con la muerte La Bóetie. Las frases que ambos escribieron sobre su amistad, por lo general, despojadas del necesario contexto en que se produjeron, han causado un torrente de especulaciones escritas, libros y debates. Lo que aquí me interesa señalar, es que siete años después de su muerte, Montaigne se convirtió en el editor de La Boétie. Esa experiencia avivó en Montaigne su vínculo con la escritura.

Los 107 ensayos que Montaigne escribió son sus respuestas a la experiencia de vivir. A las grandes cuestiones –como la muerte o la pérdida del ser amado–, y también a las menudas –cómo mantener el control durante una discusión–. Quienes lo han leído, lo han experimentado: no se trata de abstracciones, ni de discursos moralizantes, ni siquiera de consejos (como pretenden algunos libros en los que Montaigne aparece como el padre de la autoayuda). Simplemente habla de sí mismo.

Cuenta lo que recuerda, narra episodios suyos o provenientes de sus clásicos predilectos, deja saber lo que siente, sin que por ello sea confesional. Habla de sus gustos, de historias que le encantaban, de su activismo sexual. Comenta sus ánimos: el indeciso, el perezoso, el vanidoso, y así. Con elocuencia sorprendente explica sus miedos, pero también “la simple sensación de estar vivo”. Pero este autorretrato, repartido aquí y allá, no concluye. A medida que escribe los ensayos –cuya escritura inicio en 1572 y prolongó por veinte años, hasta su muerte en 1592– el hombre cambia, se mueve.

Montaigne advierte que la lectura de los clásicos lo había conducido a pensar en la muerte de forma recurrente y, como sugerían los estoicos, habituar la mente a ella, prepararse. Hasta su edad intermedia, estos pensamientos eran frecuentes. En algún momento entre finales de 1569 y comienzos de 1570, un accidente estuvo a punto de matarle. Experimentó la sensación de que la vida se le escapaba. Tenía alrededor de 36 años cuando un choque con otro jinete –Montaigne disfrutaba de cabalgar-, lo golpeó con tal fuerza, que le hizo reconocer la presencia inminente de la muerte (“Me parecía que mi vida pendía solo del borde de mis labios”). Se dejaba llevar. Sobrevivió: a partir de ese momento algo en él se abrió al deseo de vivir de otro modo. Ese mismo año renunció a su cargo como magistrado de Burdeos, que había desempeñado por 13 años.

Una escritura del flujo interior

En 1572 comenzó a escribir. Un año antes, había hecho pintar un breve texto en latín, en una sala contigua a su biblioteca: “En el año de Cristo de 1571, a la edad de treinta y ocho años, el último día de febrero, aniversario de su nacimiento, Michael de Montaigne, muy cansado de las servidumbres de los tribunales y los empleos públicos, aún entero, se retira al seno de las Musas, donde tranquilo y libre de toda preocupación pasará lo poco que le quede de vida, ahora ya consumida en más de la mitad. Si el destino lo permite, completará esta morada, este dulce y ancestral retiro, y se consagrará a su libertad, tranquilidad y placer”. Fueron años difíciles: en 1569 había muerto su hermano. En junio de 1570 nació su primera hija, que moriría dos meses después. También ese año editó las obras de La Boétie, que había fallecido en 1563.

Refugiado en su biblioteca –en la que disponía de unos mil volúmenes– , comenzó a escribir. Recapitulaba historias que había leído en Ovidio y otros clásicos, o que había escuchado en conversaciones. Narraba episodios de los que tenía noticia por sus criados, o que había visto en sus viajes. Le interesaban también lo raro, aquello que sorprendiera a sus posibles lectores. Bakewell señala que en esta etapa, Montaigne seguía la recomendación de Séneca y Plutarco: prestar atención plena a lo que está presente en ti.

Escribía un ensayo –una prueba–, y luego le añadía fragmentos, aunque no siempre lo nuevo encajara con lo que ya existía. En marzo de 1580 se produjo la primera publicación de sus ensayos. El éxito fue inmediato. Montaigne sostuvo, en muchas ocasiones, que escribía casi con despreocupación. Pero esto no era del todo cierto. En alguna parte testimonió que era una “empresa muy espinosa”.

Los ensayos cambian de ruta, toman curvas pronunciadas, se desvían de su curso. Quien escribe se asume a sí mismo como un observador poco confiable. Seguir el torrente de la conciencia supone adoptar riesgos. Esta es una de sus contribuciones a la cultura de occidente: escribir el flujo interior. Bakewell cita a Merleau-Ponty: “conciencia asombrada de sí misma”.

Pistas del pensamiento

Otro notable logro de Una vida con Montaigne: la claridad con que expone las líneas más persistentes de su pensamiento. Bakewell los enuncia, siempre unidos a los hechos concretos de la vida de Montaigne: la búsqueda de equilibro en los buenos y los malos momentos (la ataraxia de los antiguos); el cultivo constante de un escepticismo pirrónico que aconsejaba limitar la seriedad con que se asumen las cosas de la vida; una relación con los hechos que era inseparable del ‘quizás’, es decir, que atenuaba o ponía en duda las propias proposiciones; el apego constante a los beneficios de la moderación, vinculada al privilegio que concedía a la amistad por encima de la pasión; la aceptación que somos portadores de una mediocridad, de una materia común a los hombres.

Como ya dije, el comentario sobre el hombre de pensamiento es indisociable del hombre corriente, del conversador que, por momentos, podía ser duro en el uso de la palabra, pero que detestaba la crueldad. Montaigne, muchas veces, pensó en la cuestión de cuál podía ser la mejor estrategia con los enemigos: si buscar un acuerdo que impidiera la violencia, pero que más adelante podría dar paso a la venganza, o si a los enemigos había que liquidarles de una vez. Si no el inventor, Montaigne fue el propagador de lo que hoy entendemos como “relativismo cultural”.

Bakewell nos presenta al hombre en sus múltiples facetas: el funcionario conciliador; el hombre que huyó de la peste; el habilidoso que supo escapar de los riesgos mortales de las guerras religiosas (temía verse atrapado entre los dos bandos); el curioso que sentía fascinación por lo americano (en su biblioteca había volúmenes de López de Gomara y de Bartolomé de Las Casas); el amo apenas interesado en ejercer sus atribuciones y que resistía a sus obligaciones; el voraz que emprendió un viaje por varios países, a lo largo de 17 meses, y que fue forzado a interrumpirlo cuando le designaron Alcalde de Burdeos, cargo que ejerció entre 1581 y 1585; el hombre de frágiles riñones, padecimiento que, finalmente, acabaría con su vida; el consejero que salió ileso de sus vínculos con reyes y reinas, que derivaron en misiones políticas cargadas de amenazas (de hecho, estuvo preso por unas horas); el interrogador de sí, que no desconocía la posibilidad de haber sido indiferente hacia las cuestiones públicas de su tiempo; el filósofo “accidental e impremeditado”, como lo definió Willliam Hazlitt; el hombre que aspiraba a la buena vida.

La disciplina de Sarah Bakewell se explaya hacia los oleajes que se han producido a partir de la aparición de los Ensayos: desde Shakespeare, que fue uno de sus primeros lectores, pasando por el examen en detalle de las hostilidades de Descartes y Pascal; hasta los encumbrados y razonados elogios que le prodigó Nietzsche. La autora no escatima el seguimiento de cómo la obra de Montaigne ha sido recibida en las distintas épocas (el relato incluye el caso de Ignatius Donnelly, que intentó demostrar que fue Francis Bacon quien escribió las obras que se han atribuido a Shakespeare, también la obra completa de Marlowe y, por si esto fuese poca cosa, también los ensayos de Montaigne).

El final

Los estudiosos las han contado: con respecto a las primeras versiones, los Ensayos contienen más de 600 añadiduras. Bakewell recuerda la frase de Virginia Woolf, que señaló que los ensayos nunca llegaron a su fin, sino que se detuvieron a causa de la muerte de Montaigne. Un lance hizo que, tras una apenas ortodoxa invitación de ella, Montaigne conociera en 1588 a Marie de Gournay, que él acogería como a una hija adoptiva, y que sería responsable de una de las ediciones más reconocidas –de 1595- de los Ensayos (también este capítulo de la vida de Montaigne con Marie de Gournay, 32 años menor que él, ha sido objeto de suspicaces especulaciones). Ella fue factor precioso para la difusión amplia de la obra. No puedo dejar de anotar aquí esta frase de ella: “Yo era su hija, y soy su tumba; yo era su segundo ser, y soy sus cenizas”. De Gournay, que vislumbró que los Ensayos se convertirían en un clásico, se asumió como la protectora de la obra. Su prólogo fue la primera introducción publicada y, en el decir de expertos, también uno de los textos pioneros del feminismo. Nada de esto ocurriría en vano: pronto de Gournay se vería involucrada en batallas con otros editores de los Ensayos.

Y así volvemos al hombre que escribió, “aprender a vivir, a fin de cuentas, es aprender a sobrellevar la imperfección, e incluso a abrazarla”. Volvemos y lo encontramos postrado, rodeado de su familia y amigos, con 59 años, cada día peor a causa de las piedras que obstaculizaban el funcionamiento de sus riñones. Sabía que moriría. Hizo los arreglos de su testamento. En su habitación se celebró una misa. Falleció el 13 de septiembre de 1592.

Cómo vivir o Una vida con Montaigne, en una pregunta y veinte intentos de respuesta

Sarah Bakewell

Ariel, Editorial Planeta.

Quinta impresión. España, 2016.

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