Un tema muy controversial y silenciado ¿por que?
HIJOS TIRANOS, MADRES SIRVIENTAS
Blog Evolucion Consciente 07/02/2017
Lina Meruane Boza (Santiago de Chile, 1970) es una escritora y docente chilena. Su obra, escrita en español, ha sido traducida al inglés, italiano, portugués, alemán y francés. En 2011 ganó el Premio Anna Seghers por la calidad de su obra, y en 2012 el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, por su novela Sangre en el ojo.¿Tener o no tener hijos?Nacida en Santiago de Chile, es descendiente de palestinos e italianos. Es sobrina de la actriz Nelly Meruane y del humorista Ricardo Meruane. Lina Meruane se inició en las letras como cuentista y periodista cultural. En 1997 recibe una beca de escritura del Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes de Chile (FONDART) para terminar su primer libro de cuentos. Al año siguiente publicó Las infantas, libro que recibe una critica muy positiva de los reseñistas chilenos así como del escritor Roberto Bolaño:
«Hay una generación de escritoras (chilenas) que promete comérselo todo. A la cabeza, claramente, se destacan dos. Estas son Lina Meruane y Alejandra Costamagna, seguidas por Nona Fernández y por otras cinco o seis jóvenes armadas con todos los implementos de la buena literatura.»
Lina Meruane: hijos tiranos, madres sirvientas
La escritora chilena residente en Nueva York, Lina Meruane Boza (Santiago de Chile, 1970)
publicó en México un ensayo temerario llamado Contra Los Hijos (Ed. Tumbona) que ha generado olitas por su provocación. En él, critica a los discursos sociales que han puesto en el centro a los hijos y aumentado los requisitos para que una mujer sea considerada buena madre: parir sin anestesia, alargar la lactancia, hacer tareas con los niños. Una coartada, asegura, para llevarlas de vuelta a la casa. El 18 de enero hará una presentación del libro en Santiago.
Lina, ¿tú tienes hijos?
No, no tengo.
¿No quisiste ser madre?
No quise y no me arrepiento. No es cierto que todas las mujeres sientan ese llamado.
Se anuncia un día caluroso. Es una mañana muy brillante de diciembre, pese a que aún no es mediodía. Lina Meruane (46) toma café cortado y come pan con palta. Está de visita en Chile. Siempre viene en estas fechas a pasar las fiestas: su familia vive acá, ella hace más de 15 años que reside en Estados Unidos, donde hizo un doctorado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Nueva York, establecimiento en que hoy es docente en el Departamento de Estudios Globales.
Ganadora de los premios Sor Juana Inés de la Cruz y Anna Seghers y autora de varios libros –Las infantas, Sangre en el ojo y Volverse palestina, entre otros–, publicó en 2015 Contra los hijos, una diatriba que salió en la colección Versus de la editorial mexicana Tumbona. Se trata de un puntudo libro de bolsillo donde se va contra el despotismo de los hijos de la sociedad actual. “Aunque pudiera parecerlo, no abogo aquí por el cese absoluto de la industria filial (…) No escribo a favor del infanticidio por más que el recién nacido de al lado interrumpa mi sueño (…) Aunque no he experimentado nunca por los niños ninguna devoción, tampoco estoy contra la niñez. Es contra los hijos que redacto estas páginas. Contra el lugar que los hijos han ido ocupando en nuestro imaginario colectivo”, anota.
En el ensayo también dedica muchas páginas a analizar cómo la nueva retórica en torno a la maternidad y el deber ser de las madres actuales, entre los que se cuenta la idealización de la lactancia materna, implica más sobrecarga y volver a meter a las mujeres dentro de la casa. “¿Qué ha sucedido? ¿No nos habíamos liberado de la condena o de la cadena de los hijos? ¿No habíamos dejado de procrear con tanto ahínco? ¿No conseguimos estudiar carreras y oficios que nos hicieron independientes? ¿No logramos salir de la casa dejando atrás las culpas? ¿No habíamos logrado que los progenitores asumieran una paternidad consecuente?”, son algunas de las preguntas que plantea en Contra los hijos, libro cuya presentación en Santiago es organizada por la agencia Barbarie.
¿Cuál fue la observación que hiciste que te motivó a escribir este ensayo?
Fue una observación que hice en Santiago cuando mis amigas se empezaron a casar y a tener hijos. Veía que se portaban diferente a como se había comportado mi mamá y que los hijos de ellas tampoco eran como nosotros cuando niños. Me pareció que había habido una transformación de una generación a otra, y que ahora las madres tenían una carga mayor. Eso me hizo preguntarme ¿qué está pasando acá con la maternidad?
¿En qué momento de la maternidad tus amigas colapsaron?
Cuando sus hijos entraron al colegio. Me acuerdo de que salió un libro de la periodista Alejandra Parada que se llamaba Estoy agotada. Mi primer pensamiento fue: evidente que está agotada, porque en este sistema ser madre y profesional es muy difícil y porque las expectativas en todos los planos han aumentado. Eso abrió la segunda pregunta: ¿Por qué es tan difícil si los hombres están más comprometidos en la vida doméstica y con los hijos? ¿Por qué las mujeres están agobiadas, si tienen menos hijos y más ayuda? Ahí había algo que matemáticamente no cuadraba. A medida que empecé a viajar me di cuenta de que esto pasaba en otros lugares y no era puramente una cuestión chilena. Eso me llevó a escribir el libro, que fue producto de una reflexión y no de una postura pasajera. Consistió en pensar el lugar que nuestra sociedad les da a los hijos: son el centro del universo.
Dices que observaste una diferencia entre el estrés de la crianza actual y el recuerdo de tu propia crianza. ¿Cómo fue en tu caso? Porque tú tienes una mamá profesional. Sí, mi mamá es una profesional de mucha responsabilidad. Es médico, investigadora, da clases, va a congresos.
Una mamá con harta pega.
Sí. Lo que ella hizo cuando éramos niños es que durante algunos años tuvo un trabajo de medio tiempo para combinar los roles. Porque yo, además, tenía una condición de salud complicada (es diabética), entonces llegaba a la casa cuando nosotros salíamos del colegio; después retomó una rutina más exigente. Mi padre siempre fue un padre colaborador; es decir, tuve un buen modelo ahí, un modelo justo. Y a nosotros nos tocaba hacernos responsables de hacer nuestras tareas, sacarnos buenas notas, cumplir con todas nuestras obligaciones por nuestra cuenta. Eso es algo que me parece que ha cambiado.
¿Cómo ha cambiado?
Mis amigas llegan de la pega a hacer tareas con sus hijos. A estudiar. Una me contaba que a su hijo de 8 años le habían mandado a hacer un power point para una presentación sobre el Apartheid. ¿Quién hizo la tarea? La mamá, con el hijo al lado, porque la tarea estaba mucho más allá de las posibilidades de él. Eso lo he oído mucho. Y por ahí me parece que hay una reflexión sobre cómo los colegios han privatizado la educación en la casa; ahora es responsabilidad de los padres que a los hijos les vaya bien. Eso antes no era así. Ni en mi casa ni en la de mis amigas. Y fíjate que cuando nosotros éramos niños uno iba al médico general o al pediatra que se ocupaba de todo el rango de enfermedades infantiles. Ahora, la medicina se ha especializado de tal forma que vas al médico del dedo chico, al médico de la mano, al de la rodilla, y así las horas con los médicos se han multiplicado. Las instituciones han trasladado más responsabilidades al hogar con lo que el hogar se ha vuelto un espacio de mucho más trabajo en torno al hijo. Hacia allá apunté, ahí está el núcleo de mi diatriba.
Hay una tendencia muy fuerte en la maternidad de fomentar el apego, de extender la lactancia materna idealmente hasta el año. ¿Cómo lees eso bajo este prisma? Hay una nueva idealización de la leche materna; ahí también hay un síntoma. Hay una serie de discursos que se articulan para reforzar la presencia de la madre en el hogar. Escribiendo el libro vi que hay un péndulo histórico que va desde esta idea supermaterna, del hijo como centro, de las mujeres en la casa, del cuerpo materno como proveedor de todos los bienes indispensables para el hijo, a otros momentos mucho más relajados en los que se ha sostenido que la lactancia materna no es esencial, que se puede reemplazar por la leche maternizada y la mamadera y los pañales desechables. A lo largo de la historia hay una repetición que ya notaron otras feministas. Cito en el libro a Virginia Woolf porque me parece que ella lo pone en una metáfora perfecta cuando habla del eterno retorno del “ángel de la casa”, ese ideal victoriano de la esposa servicial, sonriente y sentimental. Woolf dice que mata a este ángel perverso pero este siempre vuelve, porque en realidad no es un ángel, es un fantasma que porta los discursos hegemónicos de nuestra sociedad.
En el libro te detienes en dos tipos de madres: la madre sirvienta y la supermadre que está en todos los frentes; el trabajo, los hijos, la casa y quiere hacerlo todo bien. A pesar de que es un libro puntudo, no quise llamar este libro “contra las madres” porque el discurso siempre culpa a las madres y esa no era mi intención. Sin embargo, observé que ellas responden sin resistencia ante la presión social y de diferentes maneras. Una es la que asume este rol de la madre total en la casa; esa que bajó el moño y renunció a sus aspiraciones aceptando procrear sin pedir nada a cambio, ni a la pareja ni al Estado. Otra es la supermadre: la mejor trabajadora, la mejor esposa, la mejor amante, la mejor madre. Son dos ideales problemáticos. Ambos privatizan la maternidad. Una renuncia a todo para ser la gran madre y la otra no renuncia a nada, lo hace todo todo todo aunque sea a expensas de su felicidad; esa es una madre súper estresada aunque sospecho que ambas sufren.
¿Qué problema ves en esas madres?
El problema de las dos madres es el mismo porque no han sabido encontrar ayudas afuera, tampoco tal vez tienen la visión para generar el reclamo hacia las instancias institucionales, donde el colegio deje de poner tanta presión, donde el hospital haga su pega entera y de una vez, y donde el padre colabore más. Y no culpo a la madre, que responde como puede, pero no logra llevar el problema hacia el ámbito de lo político, de lo público, porque tampoco tiene tiempo de pensar ni de protestar. Es tal la sobrecarga que cada una asume esto como su propio problema.
¿En qué sentido la maternidad es un problema político? Los asuntos de la familia siempre han sido un tema político en los que ha dirimido el Estado. La adopción y el aborto, así como el contrato matrimonial y la custodia de los hijos son ejemplos de temas sobre los que se legisla. Hay un discurso social, es decir político, que alienta la maternidad pero hay poco apoyo a las madre: ellas tienen poca colaboración del Estado en materia legal. En otros países, hay muchas instancias de apoyo del Estado: desde el subsidio de la niñera o la sala cuna hasta leyes que aseguran que la responsabilidad parental pueda ser compartida por ambos progenitores sin discriminación de género. Las madres y los padres están bastante abandonados por el Estado. Y protestan poco porque, ¿en qué momento podrían hacerlo? y ¿con qué ayuda contarían? Cada vez que una mujer se queja la censura social es intensa. Incluso otras mujeres las censuran por quejarse.
¿Sientes que te perdiste de algo por no tener hijos?
No. Además, no creo en eso de tenerlo todo para ser feliz, una tiene algunas cosas y con eso arma su vida.
¿Cómo explicas que no siendo madre, te interesara cuestionar el lugar que socialmente hoy ocupan los hijos? Lo que sucede es que aunque una mujer no quiera tener hijos, una siempre los lleva en la cabeza. Porque está siempre la pregunta, el asombro, a veces la crítica despiadada de los demás por no tenerlos. La ausencia de los hijos se percibe como una anomalía y eso perturba. A mí me interesaron siempre esas instancias de perturbación de la norma, y a lo largo de los años me vi forzada a pensar mis porqués y a plantearme el asunto. Y quizás en torno a los 40 años, en el simbólico cierre del tiempo reproductivo, hice mi propio cierre literario escribiendo este libro sobre lo que había venido pensando. Me divertí mucho haciéndolo.
¿Cómo te gustaría que fuera leído este libro?
Como una provocación a pensar y me encantaría que ese fuera su efecto: que sirviera de linterna para alumbrar ciertas preguntas y ciertos problemas, acompañar el pensamiento de otras y de otros en torno a este asunto. Porque ojalá no solo fuera leído por mujeres. Una de las dificultades es que el lugar de los hijos sigue siendo visto como un tema femenino y, en la medida de que esto continúe así, no se podrán introducir cambios culturales o políticos. Los hombres también deben asumir su parte, sean o no padres, sean o no heterosexuales. La figura del hijo y su futuro como dispositivo de discursos culturales es un tema que nos compete a todos.
Por Carola Solari / Fotografía: Carolina Vargas
¿Contra los hijos?
Un libro de Lina Meruane abre el debate: ¿deben las mujeres aceptar dócilmente los dictados de la sociedad?
EL PAIS 1 ABR 2015
PATRICIA DE SOUZA
CAROLINA DEL OLMO
Matar al ángel
Por Patricia de Souza
Si este siglo es el de la crisis de paradigmas, rara vez se dice que existe uno que estaría realmente en disputa: el de la maternidad como realización social, individual y trascendental de la mujer. Aunque la doxa advierte entre líneas del peligro de ponerlo en duda, muchas mujeres nos preguntamos desde la experiencia por qué hemos aceptado con tanta docilidad los dictados de la sociedad. Una de las razones sería que no contamos con los argumentos convincentes para defenestrar al único rol realmente valorado socialmente: la madre omnisciente, misticismo y neodarwinismo social. La lucha entre biología y cultura, entre lo considerado natural y lo adquirido no está resuelta, quizá tarde siglos en encontrar un equilibrio. Es el líquido semiótico de toda la cultura judeocristina y la sangre que recorre la espada en los países donde acampa la yihad. Desde el feminismo esencialista convertido en ideología, pasando por el feminismo verde, hasta la teoría Queer, los debates son complejos si se trata del género y el sexo tiene un nombre: mujer. Al poner en duda el sentido de lo considerado como “natural”, toda la construcción lingüística tambalea. Es además un tema afectivo, la maternidad disociada de toda su simbología no existe, psicoanálisis incluido, sin que las mujeres no se sientan responsables de no desear esa experiencia, por cierto rica, de ser madres. Hasta ahora, como lo analiza en su pequeño ensayo Contra los hijos (Tumbona; México, 2015) la escritora chilena Lina Meruane, las mujeres no han logrado colocarse en la escena sin caer de rodillas ante el poder dominante, ya sea político, religioso… O laico. Los cuerpos son dictaduras y muestran un mapa neurótico: división entre cuerpo social y el individual, fragmentación a la que se suma la maternidad, las disidentes son castigadas. ¿Podemos seguir representándonos el cuerpo con los mismos instrumentos de hace siglos? Hasta ahora domina la clasificación a través del trabajo (masculinos y femeninos) y el cuerpo como mercancía (matrimonio) sometida a las reglas de la economía del capital. La imagen de la mujer angelical contra la mala mujer, pero ¿qué sucede con las mujeres que escriben? Si Madame de La Fayette y Flora Tristán las compararon a los parias de India, nuestra época aún alimenta los estereotipos del “femenino” como frontera. Las mujeres que se han dedicado a escribir lo han hecho en secreto o de forma discreta (hermanas Bronte, Austen…), han tenido que renunciar a la visibilidad social y muchas veces a la independencia (Woolf, Lispector). Culpabilizadas por renegar de su “naturaleza biológica”, se transforman en seres masoquistas, extenuadas por la competencia y el rendimiento. Lo dice bien Meruane: vivimos jalonadas entre la casa y el trabajo, la obligación de ser madres y la necesidad de libertad bajo un sistema de control constante. Todo radicaría en el lenguaje, como lo dijo Flora Tristán: “Lo importante es nombrar”; sin eso, ninguna legislación podrá hacer respetar lo que nosotras no podemos imaginarnos de otra manera.
Patricia de Souza es escritora peruana, autora del ensayo Eva no tiene paraíso.
Un mundo antiniños
Por Carolina del Olmo
Defender la maternidad suele ser poco gratificante. Digas lo que digas, siempre pareces conservadora y aburrida. En cambio, clamar contra esos mocosos que esclavizan a sus madres tiende a considerarse una postura atrevida y chic. Es un poco como ese lema de “Las chicas buenas van al cielo, las malas a todas partes”. Algo de eso tiene el libro de Lina Meruane. Pero, más allá de la provocación, patente en el título, Meruane entra en terrenos más propicios para la reflexión. Dedica una parte del libro —la más interesante— al espinoso tema de la creación literaria y la maternidad. Y denuncia el resurgir de la perversa “mística de la feminidad” que ha convencido a un buen número de mujeres de que en el hogar, cuidando de los suyos, está verdaderamente su lugar.
En un momento en que mantener la casa impoluta y hornear galletitas ha perdido todo el encanto que pudo tener en la Norteamérica suburbana de los cincuenta, la ideología con la que el patriarcado combate hoy los avances de la emancipación femenina estaría basada en una corriente de crianza que ensalza más allá de lo razonable las virtudes de los niños, seres angelicales a los que hay que proteger de una civilización despiadada. El mundo maternal que describe Meruane está poblado de madres amantísimas que prolongan durante años la lactancia, usan pañales ecológicos de tela y crían a pequeños tiranos a los que no se atreven a contrariar. Meruane las muestra como mujeres anuladas, sin un segundo para sí mismas, agotadas por culpa de una proliferación de responsabilidades prescindibles y compartibles.
Conozco madres así, claro. Pero también conozco a muchas “de las otras”, por seguir con la caricatura: biberón, pañales del Mercadona y el “no” constantemente en la punta de la lengua. Y no les va ni un poquito mejor. También están agotadas, tampoco tienen tiempo para ellas y también sienten culpa por perder en exceso la paciencia y no poder “estar ahí” tanto como quisieran.
Y es que el problema no es el auge de la crianza con apego u otras corrientes maternalistas. Puede que sean discursos excesivamente proniños, pero los efectos negativos para las madres se multiplican porque vivimos en un mundo radicalmente antiniños, en una civilización que da la espalda a los más vulnerables y a sus cuidadores. Este contexto social es el que falta en el libro de Meruane. El empleo, por ejemplo, ese sumidero de tiempo y energías en el que se nos va literalmente la vida, aparece como una cuestión de hecho, como el sol que sale cada mañana. Así, por más que Meruane denuncie la tendencia a echar sobre los hombros de las mujeres toda la responsabilidad en el desarrollo de sus hijos, su texto acaba reforzando el mensaje de la maternidad como asunto privado, algo que podríamos encajar más sabiamente si no nos dejáramos engañar por los cantos de sirena del ángel del hogar y tratáramos a los niños más a la baqueta, al tiempo que compartimos con los hombres su cuidado.
Carolina del Olmo es ensayista española, autora de ¿Dónde está mi tribu? Maternidad y crianza en una sociedad individualista.
ENTREVISTA DE LINA MERUANE A VILA-MATAS EN LA REVISTA BOMB
LM: Notable cómo se puede hablar de un mismo libro de maneras diversas dependiendo de quién haga la pregunta. ¿Piensas alguna vez en el lector mientras escribes?, ¿lo piensas después, cuando te toca presentar tus libros?
EVM: En el lector, cuando escribo, no. Pienso en mí, es decir, claramente en mí mismo como lector. A veces casi no me atrevo a decirlo en público porque parece una falta de deferencia hacia el supuesto lector que hay entre el público, parece una nota antipática, un egoísmo, pero no es un egoísmo sino la necesidad que uno tiene de pensar en que le guste a uno mismo, que le interese realmente a uno mismo lo que está haciendo.
¿Y el lector Vila-Matas se queda contento cuando lee al escritor Vila-Matas?
Noto que mis libros ganan con el tiempo. Es decir, me ganan a mí como lector y al mismo tiempo noto que ganan más lectores, y que van creciendo y adquiriendo mayor fuerza. Como si se fueran haciendo reales algo más tarde del momento en que aparecieron. Observo que son más comprendidos y más aceptados con los años. Hay libros como Doctor Pasavento, un libro que no es precisamente de los más conocidos míos, que en el momento de aparecer provocó algunas reacciones enojadas de jóvenes que intentaban acabar conmigo en mi país, que decidieron que yo era el único intocable que había en España, y que ya era hora de meterse conmigo también. Y sin embargo, esa misma generación tiene ahora a Doctor Pasavento como una pieza importante y faro para ellos. Es decir, justo cuando yo ya no lo aprecio tanto como entonces, se ha convertido en clásico. Te lo digo porque me parece misterioso. No sé cómo explicarlo… Son libros que en el fondo son bastante singulares. Se parecen poco a otros libros. Y se van consolidando, este es el verbo.
Como por acumulación también, ¿no?
Sí, por acumulación. Justamente es la obra lo que se lee, y no un libro. No soy un autor de un libro que tiene éxito y que luego escribe otro libro para que tenga otro éxito con un tema diferente. Al que me lee superficialmente puede parecerle que hago siempre el mismo libro, pero no es así, todos son distintos. Simenon decía: “Mi gran novela es el mosaico de todas mis pequeñas novelas. ¿Me entiende usted?”
Claro. Hay algo que se mantiene como eje en tus libros, y es el recorrido: un escritor que viaja y escribe su desplazamiento. Yendo hacia atrás en tu biografía: ¿cómo se inicia el viaje? ¿Te piensas como itinerante o como alguien que llega a un lugar para quedarse? ¿Cómo se instala la mirada en París, Nueva York, Dublín, lugares a los que has viajado y que se han vuelto escenario de tu obra? Esa es también la pregunta.
Me siento siempre del lugar en el que estoy.
Cuando estás en París eres parisino, cuando estás en Nueva York eres neoyorquino.
Sí, se puede decir así. Eso explica que Rodrigo Fresán dijera que yo era el autor más argentino de los escritores españoles; pero también en Portugal alguien dijo que yo era el más portugués de los escritores españoles… Entonces como entre Portugal y Argentina no hay muchos puntos en común, yo creo que hay que explicarse que yo me incorporo al lugar sin más. No es que sea apátrida, sino que soy del lugar a donde voy. Y en cuanto a los viajes, los míos son mentales. Todas las novelas son viajes que suceden en mi imaginación, sin más.
¿Son viajes asociados a la lectura de los libros que pertenecen o se originan en esos lugares, o a los escritores que estuvieron allí antes que tú? ¿Incluye eso el viaje de la imaginación?
Escribir sobre un lugar o sobre un tema me permite leer –investigar- paralelamente sobre ese lugar o sobre ese tema. Hay casos bien evidentes de esto que digo. Dublinesca, por ejemplo. Al tiempo que escribía la novela, investigué sobre la cultura irlandesa y sobre Dublín, cuestiones sobre las que lo desconocía todo. Y para escribir Doctor Pasavento, por ejemplo, exigí a mi querido amigo André Gabastou, mi traductor en Francia, que me llevara con su coche al castillo de Montaigne porque allí se inventó el ensayo y la subjetividad moderna y yo quería hablar de la creación y posterior desaparición del sujeto en Occidente. De modo que fui al castillo de Montaigne para empezar esta reflexión y, de paso, empezar un libro. Podría haber leído a Montaigne y olvidarme de escribir una novela. Pero no. Obré de otra forma: Para poder leer a Montaigne, me puse a escribir una novela con cuestiones que él había tratado.
Como método, sin duda raro (risa) pero se escriben también desde los libros, como si leer fuera otra manifestación de la experiencia propia, un modo de la autobiografía. Escribir como una oportunidad para leer y para vivir cosas nuevas.
Dublinesca me permitió no solamente el viaje —catorce viajes a Dublín en muy poco tiempo— sino que me permitió meterme en una cosa que es apasionante y que no tiene final: la cultura irlandesa sobre la que al principio no sabía nada. O prácticamente nada. Había leído a dos poetas y tres escritores irlandeses pero no había llegado muy lejos. Ahora, mucho tiempo después de haber terminado el libro, sigo encontrándome con historias de la cultura irlandesa que me interesan muchísimo. He descubierto ahora al autor del libro sobre las islas Arán que era un tipo del que proviene Samuel Beckett, porque John M. Synge inventó el teatro campesino irlandés. Y ese hombre fue a Arán por consejo del poeta Yeats, que le dijo: “En estas islas hablan solo el gaélico. Haga un trabajo antropológico sobre la gente que vive allí”. Pero este hombre escuchaba las conversaciones en gaélico y no las entendía y entonces se las imaginaba. Espiaba desde un agujero del primer piso donde vivía las conversaciones de abajo de la fonda en la que vivía. Todo inventado, pero involuntariamente, porque él creía que lo que oía era aquello. Y lo que imaginaba –deducía todo el rato que perduraba el paganismo por debajo del aparente catolicismo de los isleños- lo escribió. Y luego montó muchas obras en el teatro Abbey de Dublín. Durante cuarenta años el teatro que se hizo ahí lo inventó Synge. Aparecían muchos vagabundos, muchos personajes errantes, la gente perdida de las islas. Beckett sale de lo que vio como espectador en el Abbey.
¿No tuviste tú una experiencia similar en una Documenta reciente? ¿Exponerte a lenguas que no comprendías pero que de pronto imaginaste que podías descifrar?
Chino y alemán, sí. Es que estoy estudiando a Synge porque estoy escribiendo sobre mi experiencia este verano en Kassel, mi viaje al centro mismo de la vanguardia del arte contemporáneo. Va a ser un libro, entre otras cosas, sobre mi situación absurda en un restaurante chino, donde oía siempre alemán y chino y recibía visitas de gente que me contaba historias. Al contarle que iba a escribir sobre esto a un amigo irlandés que vive en Barcelona —tiene un nombre que parece inventado pero es real, se llama John William Wilkinson— ese amigo me dijo, esto se parece a lo que hacía un autor irlandés clásico, un tal Synge, un poeta que espiaba a la gente de las islas Arán y creía entender de qué hablaban cuando en realidad no entendía nada.
Y entonces para ti los libros son un camino inverso. En vez de ir de la lectura a la escritura, vas de la escritura a la lectura.
Digamos que me da mucha pereza leer, y que leo gracias a que me he puesto a escribir. Sé que esto es peligroso decirlo porque puede parecer incluso frívolo. Pero a mí me ayuda mucho trabajar así porque la sola perspectiva de saber que voy a meterme en un tema sobre el que escribiré, me permite leer con más entusiasmo y más interés sobre cuestiones que, al igual que todas las demás cuestiones del mundo, en el fondo me importan relativamente.
Me gustaría saber más sobre tu sistema de lectura: si te remontas a la infancia, ¿fue siempre así, primero el deseo de escribir y luego el de leer?
No me puedo remontar muy lejos, porque de mi infancia no recuerdo casi nada. No tengo infancia. “No tengo recuerdos de infancia”, decía también Perec. Les pregunté a mis hermanas el otro día a ver si se acordaban de algo que me hubiera pasado a mí de niño. Y es que los de la Orden del Finnegans me habían encargado un texto sobre mi infancia y no sabía qué contar… (risa) No tengo nada que narrar de esos años porque no hubo conflictos en mi infancia. Todo fue… no diría que feliz, pero sin conflicto. Por eso llamé a mis hermanas para que me dijeran qué recuerdos tenían de mí y de ahí salió el cuento, hecho enteramente con recuerdos prestados.
¿Y cuáles eran esos relatos de infancia que has olvidado?
Cada una me contó una cosa distinta. Que las espiaba (cosa que yo ignoraba), que me subía a una pared para ver cómo se desnudaban antes de ir a dormir. Y que leía libros delante de ellas al revés, y que los leía al revés porque trataba de hacerme el interesante, de mostrarme mayor. Pero, por lo visto, no estaba leyendo, me dedicaba sólo a controlar lo que hacían ellas. Parece algo ridículo, ¿no? (risa) Pero sí me gustaba mucho leer, y sentía que quería hacer algo relacionado con los libros. Me parece que tampoco es tan extraño esto último. La escritura viene de la mímesis: una primera persona escribió, fuera quien fuera, y alguien copió su idea y su gesto. Julien Gracq ha hablado de esto. Siempre que le preguntaban sobre el misterio de dejar de escribir, sobre los escritores que no escriben más decía: el único misterio es quién fue el primero que escribió y que después todos los demás se dedicaran a copiar ese gesto.
Yo empecé así también, copiando libros. A mano, palabra por palabra. Los copiaba por las noches porque tenía ocho años, nueve años, y no tenía nada propio que contar. Así aprendí y de pronto empecé a escribir mis propios relatos.
¿Era para mejorar la caligrafía también, o simplemente porque querías escribir?
No, simplemente me gustaba un libro y lo copiaba. Y luego me gustaba otro libro y lo copiaba… Verbátim. Es una costumbre que me quedó, tomar nota de ciertas frases, de ciertas palabras, los libros están llenos de recursos, son también los mejores diccionarios.
Hay libros que se han hecho así, de frases de otros. Hay uno de Hugo von Hofmannsthal, El libro de los amigos se llama. Y el norteamericano Wallace Stevens tiene un libro maravilloso, Sur Plusieurs Beaux Sujects (le puso título en francés), un cuaderno de apuntes, de notas que él tomaba. De frases que le permitían reflexionar y escribir otras cosas. De todo libro –por supuesto también de los más pésimos- se pueden extraer frases interesantes…
Hacía algún tiempo, a propósito del libro de Harold Bloom, se discutió mucho la angustia de las influencias. Ahora se discute el plagio, como problema. Jonathan Lethem tiene un ensayo muy lúcido y postmoderno donde hace una apología del uso de los recursos de la cultura. La producción cultural no puede originarse en el vacío, es siempre un modo de reciclaje, una cita constante.
Es que hay diferenciar entre un tipo de plagio como el del que toma artículos de otros y los presenta como suyos y otro tipo de plagio que define Eugenio D’Ors: “Todo lo que no es tradición es plagio”. Y Terencio, por remontarnos más atrás, dijo antes algo similar: “Todo está escrito. Todo ha sido escrito ya”.
Quizás de ahí saca Borges la idea de que todos estamos escribiendo el mismo libro, escribiendo entre todos la tradición.
Y Kafka tiene una frase que dice literalmente: “Yo escribo pero no tengo nada que decir. Ya todo está dicho”. Por ahí va mi última novela, Aire de Dylan. Parte de una frase atribuida a Scott Fitzgerald, es una investigación para averiguar si la escribió Fitzgerald cuando era guionista de la película “Tres camaradas” [que dirigió Frank Borzage en 1938] o si la frase la escribió el otro guionista, porque eran dos. Hice un viaje a Los Ángeles para investigar esto.
¿Un viaje real o un viaje inventado?
Lo inventé, pero tenía que ir a Los Ángeles para investigar. Pero se me antojó una investigación imposible a hacer sobre el terreno, por el tiempo que había pasado no habría podido encontrar a los guionistas ni a sus descendientes ni a nadie para verificar cuál de los dos escribió esa frase… En cambio, investigando sobre el papel la historia, descubrí, gracias a Javier Coma, que eran ocho los guionistas en lugar de dos, y que el productor, Mankiewicz, participó mucho más que todos los demás en el guion. Eran nueve posibilidades distintas. Y la verdad me llegó a través de una revelación durante la escritura del capítulo dedicado a aquella investigación.
¿Entonces, era o no era de Scott Fitzgerald la frase?
Descubrí que no. A través de mi propia escritura me llegó la revelación de que había sido del padre de uno de los guionistas. Un señor que se llamaba Harlem (tenía nombre de barrio neoyorquino, ya ves). Pero te cuento todo esto porque cuando ya había descubierto que la frase la había escrito el padre de uno de los guionistas, me di cuenta de que este hombre a su vez la había tenido que oír antes en otro lugar. La frase es muy bonita: “Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien”.
“Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien.”
Sí. Yo creí que era de Scott Fitzgerald porque sonaba totalmente a “Suave es la noche”, por ejemplo. Entonces, pensé: el padre del guionista que inventó la frase se la tuvo que oír, por ejemplo, a su abuela. No le salió porque sí, sino que venía de alguna otra parte. La investigación me llevó a la Biblia: “Al comienzo estaba el verbo.” Es decir, descubrí que me había adentrado en una investigación que era infinita y llegaba al origen de la palabra misma, al comienzo de la Biblia, y por tanto llegué a la conclusión de que en realidad las palabras, las frases, son de todos. Y todo partió de una pregunta que me hizo una señora para un facebook que se llama “Leyendo a Vila-Matas” donde hay mil quinientas personas inscritas y de vez en cuando me interrogan y a alguien se le ocurrió decirme: “La frase que usted siempre cita de Scott Fitzgerald, ¿esa frase es suya?” Me lo decía ironizando sobre la apropiación mía de frases. “¿Es suya o de Scott Fitzgerald?” No era mía, pero siempre había pensado que era de Scott Fitzgerald y en ese momento me di cuenta de que no estaba tan claro eso.
Sobre todo siendo tu mismo un fabulador…
Estaba seguro que era de Fitzgerald porque es lo que pensé mientras veía la película, y además porque en la televisión española siguió un coloquio (en la época en la que hacían coloquios sobre cine, muy densos) donde todos los coloquiantes afirmaron que era sin duda de Fitzgerald, que no podía ser de otro porque era una frase preciosa y muy en el estilo de ese escritor.
Tenía que ser una frase de escritor.
Es lo que yo había pensado. Pero luego la realidad son las novelas, porque las novelas son una investigación sobre la realidad. Y una cosa que parece obvia y no lo es, ni mucho menos, te lleva a descubrir que esa frase viene del origen de los tiempos. Y en los orígenes las palabras, según Walter Benjamin, eran ideas. Solo ideas, no palabras. Esto está, por ejemplo, en Los detectives salvajes de Bolaño, la idea de que somos como investigadores de una realidad muy compleja que no se nos ofrece a primera vista, y que cuanto más obvia es, menos verdadera resulta.
¿Tu obsesión con los escritores de dónde viene?
No lo sé muy bien. Siempre me dije que un día acabarían preguntándomelo y entonces yo aprovecharía para reflexionar sobre el asunto y preguntármelo a mí mismo. Me diría, a ver Vila-Matas, ¿de dónde viene esa obsesión con los escritores? Bueno, la verdad es que creo que simpatizo con ellos cuando son buenos escritores, quizás porque sé lo difícil que es ser un buen escritor. Y, por otra parte, precisamente porque sé lo que cuesta escribir bien, me dan pena, les compadezco. Cuando digo buenos escritores me refiero quizás a escritores verdaderos, a lo que yo entiendo por escritores auténticos.
¿Y qué entiendes tú por auténtico escritor?
Una especie de escritor de raíces románticas que unen literatura y vida, y que realmente va a fondo en ese trabajo. Que se juega la vida con eso, quizás porque la literatura forma parte de él mismo, está soldada a su espíritu, es lo esencial para él.
Una conexión orgánica entre vida y obra.
Sí, sí, muy unido. No es una gran verdad ni nada. Pero esa definición sirve para registrar inmediatamente al escritor falso, al escritor monótonamente profesional, al escritor funcionario, al escritor que está escribiendo por dinero únicamente, al escritor que en realidad se lo pasa en grande en otros lugares y mil sitios y la escritura le parece una actividad más y sin mayor trascendencia, al tonto, al que ve en la literatura una actividad secundaria, etcétera…
¿Secundaria?
Secundaria, sí. El mundo actual se ha poblado de escritores falsos… Es un mundo en el que, como decía mi agente el otro día, los escritores literarios están siendo abandonados para ser sustituidos por escritores comerciales. Así lo dijo, literalmente. Es brutal.
¿Y sabes que alguien es un escritor falso cuando lees la obra o cuando conoces al escritor?
En cuanto los veo por ahí, lo detecto enseguida.
Usas tu rayo-equis.
Todo depende de la relación que tenga con la escritura, es decir… no sabría cómo decirte pues no tengo una máquina para verificar esto (risa), pero sé medir si son idiotas, porque uno de los asuntos que pasan más desapercibidos es el hecho de que el 95 por ciento de los escritores no tiene una inteligencia muy alta, muy privilegiada. El campo de las ciencias, por ejemplo, es muy superior en talentos. Estoy seguro. Yo te lo digo porque en la vida he ido conociendo a tantos escritores, entre ellos tantos escritores españoles. El porcentaje de idiotas, de burros, es escandaloso. Todo eso convive con un mito: la gente cree que por ser escritor eres un sabio y seguramente un gurú o maestro en la vida…
Pensaría que la relación entre escritores, falsos o auténticos, es una relación compleja, de mucha rivalidad.
En mi atracción por ciertos escritores hay también una idea de compañerismo, quizás hasta de solidaridad ante el sufrimiento. Algo me intriga mucho: saber cómo resuelven ellos los problemas de la vida. Creo que eso explica que algunos me atraigan tanto. Quizás es que me intriga saber cómo es la vida de los pares, ¿no? No cómo desayunan por la mañana ni cómo lo hacen para sentarse a escribir. Consuela a veces saber que estamos en el mismo drama. De hecho leyendo el Diario de invierno de Paul Auster, que es, por cierto, de los mejores libros suyos, encontré cosas que contaba que son exactas a las que me pasaban a mí y seguro que a tantos otros.
¿Como cuáles?
Cosas de la vida cotidiana, el hecho, por ejemplo, que yendo con mi mujer por las calles de alguna ciudad extranjera yo me pierdo siempre… Y no sé dónde estoy porque confío en que ella ya lo sabe. Controla las calles y los lugares. A mí me encanta no saber a dónde voy, es propio de alguien que escribe. Me gusta perderme.
Nunca había hecho esa conexión. Es cierto que hay una relación entre cómo uno experimenta la ciudad con la forma que uno tiene de escribir. Porque uno está escribiendo para encontrar algo que no sabe qué es. No para ir en línea recta a un lugar que ya conoce.
Bob Dylan dice al comienzo de No direction home: “Salí para encontrar el hogar que había dejado hacía tiempo, y no podía recordar exactamente en dónde estaba, pero se hallaba en el camino. Y al encontrar lo que me encontré en el camino todo era tal como lo había imaginado. En realidad, no tenía ninguna ambición, no creo que tuviera ambición para nada. Nací muy lejos de donde se supone que debo estar, y por lo tanto voy de camino a mi hogar” ¿No será que nos desplazamos y escribimos para encontrar un lugar en el camino, un lugar en el mundo, el hogar del que tal vez venimos y al que deseamos regresar, aunque no sabemos cuál es el camino que conduce a él?
¿Te pasa alguna vez de estar en un lugar y no saber dónde? ¿No saber en qué país o ciudad? Preguntarte ¿dónde estoy?
Aquí en Estados Unidos me ha pasado un par de veces ya. Hoy mismo, tenía en la habitación música mexicana y, como hace quince días estaba en México escuchando la misma música, me he confundido del todo. De México volví a Barcelona y de Barcelona he vuelto aquí. Iba a lavarme los dientes hace unos minutos y pensé que no debía tomar agua porque no era potable el agua mexicana (risa). Pero, son segundos de confusión; si fueran más de cinco segundos sería una locura. O no. A lo mejor sería que he llegado por fin a mi verdadero hogar. (risa)
Sería más preocupante pero a la vez estaría de alguna manera conectado con el universo que has construido. Pienso en la continuidad que existe en toda tu obra no solo temática sino que también estilística. Leyéndote uno vislumbra que hay una coherencia enorme y quizá una disolución de las fronteras de los géneros, ¿no? Uno lee tus ensayos y piensa que puede ser ficción.
Está todo conectado, sí. Hay una máquina ya de diseccionar la realidad; inmediatamente todo pasa por una especie de sala personal de turbinas y me apodero de lo que me ha ocurrido y que en aquel momento deseo narrar, lo hago mío, aunque no sé todavía cómo.
¿Crees en esa distinción de géneros en la que nos han educado? No solo pienso en la relación entre el ensayo y la ficción sino entre la ficción y la poesía en tu obra.
Sí. Hay momentos poéticos, pero no puedo hacer prosa que todo el rato sea poética. Cuando escribo una novela no puede ser toda poética porque utilizo además la ironía, y la poesía y la ironía no van del todo, creo.
Bueno, está la poesía de Nicanor Parra, que es la ironía total.
Sí, pero ya es antipoesía.
Es antipoesía, es verdad.
A mí me gusta mucho llegar en mis novelas a ciertos finales de capítulo en los que sé que puedo permitirme una prosa poética al menos por unos momentos. En cuanto a lo que decías de las fronteras, no veo esas fronteras. Mi cerebro es como un desván en el que cabe todo, en el sentido de que no lo separo, no hay fronteras; no digo aquí está el apartado serie negra, y aquí está el apartado teatral y aquí está la filosofía. Cuando quiero hablar de algo, hablo de algo en conjunto. Por decírtelo de la forma en que lo conté ayer en Washington… Bueno, veo que lo he olvidado, he olvidado ya lo que conté en Washington. Perdona. He logrado perderme de verdad.
Me imagino que estás cansado.
No, no, es que quiero ser preciso pero me pierdo porque hablo demasiado. O quizás es que llevo ya rato hablando. En ese caso estoy cansado. A ver, vuelvo atrás. Las fronteras, la ficción…
Que está todo como metido en un desván, que todo pasa por ti, quizá regresamos luego a esto. ¿Escribes poesía también? ¿O escribiste alguna vez poesía?
Escribí a los diecisiete años pero después no… Me fascinó la poesía española de la Generación del 27. A pesar de que yo luego no he sido un escritor precisamente español, pues no pertenezco a una tradición de literatura española; sin embargo llego a la lectura y a la literatura por la poesía española y también sudamericana; por César Vallejo especialmente, y también por Vicente Huidobro. Y descubrí hace poco cuando volví a editar mis tres primeros libros que cuando empecé no tenía ni idea de cómo escribir una novela porque yo no leía novelas, solo leía poesía. De modo que me empeñé en hacer narrativa sin saber cómo se hacía una novela y salieron piezas raras que en realidad están más cerca de la poesía.
No tenías verdadero interés en la ficción, ¿entonces?
Depende si entiendo qué entiendes tú por ficción. Yo tengo interés en la verdad, y quiero llegar a la verdad siempre a través de la ficción, que es la mejor forma. Los grandes escritores, pongamos Kafka, son escritores que buscan la verdad, aunque sea una verdad parcial, y llegan a ella a través de la ficción, no de la realidad. La ficción se puede acercar mucho más a la verdad. ¿Entiendes esto?
Sí, sí, claro que lo entiendo. Es una forma de investigación paralela a la verdad de lo real, una verdad que ilumina zonas de la realidad que la forma directa de aproximación no permite.
Es lo más paradójico que hay, porque es tratar de buscar el brillo de lo auténtico a través de la ficción —es una contradicción aparentemente. Pero cuando me preguntabas si me interesa la ficción ¿te referías por ejemplo a contar relatos?
Pensaba en esta idea rígida si quieres de la ficción “pura”. Me interesa tu posición particular, acaso porque en los Estados Unidos se discute mucho esta separación entre ficción y no-ficción, hay una suerte de extraño purismo. Me pregunto si el interés que genera tu obra aquí obedece precisamente a esta subversión, a lo que tu escritura le exige a estos lectores. La crítica del New Yorker decía que tú te escondías en unas biografías falsas pero que detrás de esas biografías falsas estaba también el escritor Enrique Vila-Matas. Ese lugar incómodo es el que fascina.
Bueno, es ficción pura en realidad lo que yo hago. Me acerco mucho a la ficción pura. Precisamente lo que no me interesa de la literatura contemporánea, pongamos de la española sobre todo, la parte que menos me interesa es la que se basa en lo documental. Los escritores que trabajan con documentos reales, En cambio, en el campo español, me interesa mucho el mundo de Juan Marsé. Se dice que Marsé habla de los años de la posguerra española y siempre lo hace ubicado en el mismo barrio, y que siempre cuenta la misma historia. Pero eso no es nada cierto, ha tenido una evolución intelectual enorme: en realidad nunca cuenta la misma historia. Y el barrio es un barrio totalmente inventado, aunque existe ese barrio real (yo he vivido en él treinta años), pero el suyo es un barrio mental por completo. Por eso es un escritor muy lento, sus novelas son trabajos de orfebrería en busca de una ficción “ficción”: sin el apoyo de ningún documento que no sea de la memoria, que siempre es una memoria, una memoria…
Una memoria falsa, ¿no?
Sí, y está en las antípodas de los autores que trabajan con datos periodísticos, en las antípodas de esos autores que dicen trabajar con hechos reales; seguramente creen que así tendrán más lectores y es posible que no se equivoquen porque existe un prestigio de la realidad… Ahora que lo pienso: siempre que termino una novela, las preguntas de los periodistas giran alrededor de si me ha ocurrido o no aquello que escribí.
¿Es muy pesado eso?
Sí, casi que dejarías de escribir para no tener que contestar esa pregunta (risa). ¿Y si hubiera pasado de verdad, qué? Hay una escritora amiga de Franzen que a esa pregunta siempre dice que hay en su novela un 17 por ciento de autobiográfico. En las mías el porcentaje se eleva al 27, que es un número shandy.
Pero tus textos provocan esa pregunta porque usas nombres reales de autores que todos conocemos.
Sí, es como el truco que utilizó también Sebald, aunque de otra forma, a través del uso de las fotografías. A mí me fascinó Sebald por la mezcla de ensayo y ficción, ya lo había visto en Danubio, de Claudio Magris, pero Sebald aun me fascinó todavía más, con su asombrosa cercanía a la prosa de Nietzsche. Era prosa nietzscheana, es decir que no le pertenecía a ningún género, salvo a la melancolía absoluta. La idea de que no somos de este mundo… Pero la pregunta, ¿cuál era?
Estábamos hablando de las biografías falsas y del uso que haces de la autoficción.
Sí, me había perdido en lo de Sebald, quise decir que los nombres falsos y los nombres de escritores reales funcionan como las fotografías de los libros de Sebald porqué Sebald pone fotografías que pretende hacer pasar por la realidad, y dice, “esto es la realidad”; pero lo único que hace es simular el efecto de la realidad. Lo mismo que El Lazarillo de Tormes que hace pasar por real algo que todo mundo creyó que era real y sin embargo era falso. Actualmente es más difícil hacer verosímil una historia, y Sebald da un giro hacia la construcción de esta verosimilitud a través de las fotografías. La gente cree que aquello que él cuenta ha pasado de verdad. Es un doble juego muy bueno. Yo creo que nombrar a mis personajes con nombres verdaderos cumple esta función a veces. Le dan, de pasada, un toque de realidad para que el lector pueda creer lo que lee, porque suena a que estoy diciendo la verdad.
Entonces el nombre siempre es un artificio. Otro artificio literario, un recurso.
Es lo que me resulta natural al hacer ficción. Por eso se ha comentado que en mi obra no se sabe nunca dónde empieza y termina ficción y realidad; pero no hay artificio ahí, sino que es así la manera mía de contar. Es natural. No te diré que me creo lo que digo, sino que estoy seguro que fue de esa manera porque la viví de esa forma, que es la que cuento. Y lo cuento de esta manera en la que todo parece que cuento cosas que han ocurrido, que me han sucedido en la calle por ejemplo, y que son reales, pero que parecen inventadas por la forma de contarlas.
En una de tus novelas relatas una visita a la casa de Paul Auster y de Siri Hustvedt en la que ocurre un incidente muy extraño. Has dicho que no sabías cómo terminar esa escena, que mientras la escribías abriste un libro y había una frase que te ayudó a cerrarla: Paul Auster le pide a Vila Matas que le deje un depósito. Es una ocurrencia extratextual que incorporaste al texto y que pasó a ser parte del libro.
Busqué una frase al azar. Abrí un libro y encontré esta frase y pensé que la podría decir Paul Auster. Es una cuestión de asociación de ideas. Entonces cualquier frase podría servir. Es como leer el horóscopo, que es un trabajo del lector. Yo tengo la manía del horóscopo desde hace tiempo, hace cuarenta años que lo leo en un periódico de Barcelona. La señora que hace el horóscopo lo escribe para mí… (risa)
¿Y eso cómo lo sabes?
Porque hace cuarenta años la conocí y no la volví a ver más, pero un día caí en la cuenta de que ella… No sé, un día se me ocurrió decir en público que me parecía que pasaba esto porque siempre ella acertaba, todo era exacto. Y desde que lo dije creo que sí que, ahora más que nunca, se dedica a predecir mi futuro y a acertarlo con una exactitud extraordinaria.
¿Y qué signo eres, por curiosidad?
Aries. Pero a lo que me refiero es a que todo depende de la manera en que tú leas la predicción. No tengo hijos y sin embargo yo puedo leer en Aries: “Hoy los hijos se van a comportar de forma revolucionaria.” Inmediatamente pasa algo durante el día en que esos hijos pasan a ser otras cosas, otras personas. Es la forma en que tú quieras interpretar la frase. Yo con ella, con la frase, trabajo a base de asociar ideas, estilo ready made (Duchamp). Me puedes dar dos cosas bien distintas que las voy a asociar en un periodo de tiempo y van a convertirse en una sola frase. Así avanzan mis textos, por asociación.
Es muy surrealista el método, ¿no?
Digamos que no sabía cómo terminar una escena en la que yo estoy bostezando en una casa en la que estoy feliz, entonces si mientras escribía hubieran llamado el timbre habría abierto la puerta y la primera frase que hubiera dicho habría entrado al final de esa escena con Paul Auster. Se trata de encontrar la asociación y luego buscarle el sentido. Lo que importa es encontrar el sentido.
Es un sistema similar al de César Aira, que escribe siempre en cafés un poco a la espera de que suceda alto. De pronto un pájaro se estrella contra la ventana y eso pasa a integrar la novela.
Sí, pero creo que trabajo de otra forma, para empezar no lo hago en cafés, sino en casas de Paul Auster (risa). En su brownstone habría pasado aquel pájaro cerca de la ventana, sin estrellarse, y Paul Auster me habría dicho: “¿Qué pasa con el pájaro?”. Me habría quedado pensativo y le habría contestado: “Pasa que el pájaro se ha ido a Malasia y nos esconde algo, sigámoslo…”
Quizás un mensaje secreto. (risa)
Sí, claro. Es un mensaje que me espera en Malasia, no en Nueva York, el lugar donde yo podría ser feliz. Me acuerdo de esa noche en la casa de Auster. Me sentía enormemente feliz de estar en la casa del autor de la Trilogía de Nueva York porque era casi como estar en Lisboa en casa de Fernando Pessoa. Esto es lo que a mí me parecía increíblemente perfecto: había llegado a NY y a las cuatro horas estaba cenando en la casa de los Auster, en el centro del centro de la ciudad Y encima ellos eran guapos, amables, ricos, simpáticos, americanos…
Y son buenos escritores. Pero entonces también tú podrías ser un personaje, no solo de ellos sino de otros. Cuáles son los peligros del sistema que tú mismo has usado para crear.
No hay peligro, como dijo Paul Auster, porque uno no se reconoce para nada en un texto ajeno aunque aparezca ahí tu nombre… eres un personaje de ficción y no te reconoces. Pero a veces es cierto que surgen problemas. Un periodista mexicano inventó recientemente que me encontraba casualmente en un bar de Barcelona y yo le hablaba de cosas de la vida y le hablaba mal de la obra de Villoro. El periodista lo enfocó como una pieza de ficción vila-matiana, pero tenía un problema: me hacía hablar mal de la escritura de Villoro y yo no había dicho nunca eso. Me creó un conflicto porque Villoro pensó que yo había podido haber dicho realmente eso. El periodista mexicano se saltó las líneas rojas.
Contra eso no hay ninguna protección, porque tampoco puedes desdecir a ese personaje inventado por otro, no te corresponde hablar por él.
No, no me puedo proteger. Estoy en manos de los que me quieran convertir en personaje hasta que se cansen. Hay también la idea de que yo tengo una forma de ser. Y esa forma de ser en realidad ya no existe, hace tiempo que soy otro. Me alejé del escritor maldito que iba por los bares, siempre de borrachera y conflictivo… De todo eso ha quedado un incómodo mito de un personaje vestido de negro, agresivo, y de alguna forma yendo de maldito con frases extrañas y abruptas en la noche. Distinto a la persona que soy ahora, que habla bastante, articula mucho, no es muy agresivo, es educado (repugnantemente educado en ocasiones), una cosa que era impensable antes.
¿Cómo pasó eso?
Cambié a través de una reforma que me hice yo mismo. Descubrí que toda la vida siendo igual iba a ser algo muy pesado.
Entonces hay una variedad de Vila-Matas. Cuando te miras al espejo ¿ves a un escritor solitario o ves una cofradía?
Un hombre solitario, un hombre solo, sí. Puedo ver, si quiero, un gran ejército detrás, ¿no? pero me veo como un hombre solo y miserable como son todos los hombres solos.
¿No te ves acompañado por todos estos escritores que están…?
Me veo un poco bestia, como los hombres de las cavernas, pero con unos grados notables de neurosis contemporánea. (risa)
No te acompañan todos esos escritores con los que has trabajado tan intensamente. Pienso en tus referentes más directos: Sterne, Kafka, Joyce, Beckett, von Hofmannsthal?
Todos estos escritores en realidad son el canon que yo he armado como si fuera un crítico literario que creó un canon contrario al oficial, que es lo que hizo Borges con el canon que creó de segundas espadas como Chesterton, como H.G. Wells, como Stevenson, como Marcel Schwob. Hice lo de Borges sin darme cuenta del todo… Esto lo resaltó Christopher Domínguez, el gran crítico mexicano; él anota que yo he hecho un trabajo de crítico dentro de la ficción y creo que dice que eso no es normal, porque o escribes ficción o eres crítico. Dijo que yo había hecho, quizás no deliberadamente, el trabajo de crear un canon y que lo había hecho de una forma peculiar, a través de narraciones. Y también creo que dijo que acabé inventando segundas vidas para escritores muertos. Es tremendo, pero me gusta.
Pensando al revés, no en la fundación de una genealogía, la creación de unos antecesores, sino en la posibilidad de la sucesión, ¿consideras que tienes herederos, has creado escuela?
Imitarme es mortal, o sea, para cualquiera que lo intente sería fatal. No se puede. Creo que soy singular. Alguno lo ha intentado, muchos lo han intentado, pero les ha salido muy mal, una especie de insufrible caricatura de lo que hago. Un horror. No se puede hacer de Vila-Matas, vas directo al infierno.
Bolaño y tu no solo fueron contemporáneos sino amigos cercanos en una época. Hay también una afinidad entre las obras de ustedes. ¿Podríamos pensar a Bolaño como una escritor cercano, como parte de una misma escuela, de un modelo de pensar lo literario?
Bolaño sí ha tenido seguidores válidos, pienso por ejemplo en el peruano Diego Trelles, que ha publicado ya dos novelas, El circulo de los escritores asesinos y Bioy. Bolaño lo permite, porque es muy narrativo, y permite imitar una estética. Lo de Roberto se adentra en una literatura más asequible y por lo tanto se puede ser heredero suyo. Yo también puedo ser copiado, pero lo mío queda ridículo porque se reconoce enseguida que el escritor está vila-mateando y esto en realidad solo lo puedo hacer yo.
Entonces Vila-Matas acaba contigo.
Sí, sí. Es que creo que es un desastre si alguien lo intenta… Yo he escrito un cuento muy irónico sobre esto que se llama Sucesores de Vok. Vok es Vilém Vok, un escritor checo, que es un pseudónimo que tuve. Durante mucho tiempo usaba frases de Vilém Vok hasta que Internet se llenó de entradas de Google con ese nombre y todos iban a parar a artículos míos, y al final se vio que Vilém Vok no existía. (risa) Ese relato es sobre una experiencia real. Siempre escojo algo real que convierto en literatura. Saliendo de mi casa en Barcelona me encontré a un joven argentino que me dijo, “Oye, ¿tú eres Vila-Matas?” Y dijo también: “Yo me ofrezco para escribir tus libros. Así tú descansas. Ya no hace falta que escribas tanto. Yo te voy a escribir los libros porque conozco lo que haces y me gustaría hacer lo mismo.” Y no pasó de aquí. No he sabido nunca quién era. No me lo he vuelto a encontrar; no le pregunté cómo se llamaba. Y luego me fui a dar vueltas a lo que me había propuesto porque cada día me parecía más interesante. Imaginé una historia muy breve, ese Sucesores de Vok que encontrará el lector al final de un libro que se llama Chet Baker piensa en su arte. Es una historia muy sencilla en la que un joven me propone esto, y yo acepto la oferta. Al cabo de un rato dentro del mismo barrio veo que él está hablando con otro joven, y después ese joven habla con una joven, y entre ellos se están repartiendo el trabajo de escribirme. Es decir, se están repartiendo mi herencia. Entonces lo que observo, patéticamente, es que en menos de media hora o una hora o en casi un segundo liquidan todo lo que he hecho.
Qué pesadilla.
No, no es una pesadilla. Es algo que imaginé y que, por tanto, porque puedo seguir imaginando, puede ser lo que yo quiera, y yo quiero que no sea algo terrible, sino simplemente una realidad: termina mi vida, termina mi trabajo, termina todo, y unos pobres jóvenes se lo reparten para poder sobrevivir durante unos días. Al menos mi obra sirve para que unos desdichados hereden algo.
Quizá la única manera de heredar es mediante la apropiación de la literatura.
Sí. Lo único que estoy seguro que puedo entregar a las generaciones que siguen es la libertad narrativa. De esto estoy completamente seguro. Creo que de mi obra es lo que le fascina más a la gente joven: la idea de que se puede hacer todo, que todo es posible en literatura, que cualquier idea es la libertad máxima. Y esto no es una cosa que haya inventado yo, claro, sino Cervantes: toda su vida fue una lucha por la libertad.
¿Si no por qué escribir?
Si te metes en política y hablas un día en el Congreso, no puedes decir todo lo que tú quieres decir. En la escritura lo tienes todo. El político trata de ocultar la verdad, el escritor la busca.
¿Y en la lectura, eres libre también? ¿Lees todo de un autor? ¿Relees? ¿Lees a los jóvenes?
Sí, bueno… Salto mucho de libro en libro. Leo mucho pero al mismo tiempo las tres o cuatro cosas de siempre. Y algunas novedades, pero sin ningún orden… Lo que me apetece leer y está a disposición en mi biblioteca y voy cogiendo los libros cada momento que se me ocurre. A algunos autores los he leído completos porque me gustaba mucho buscar sus libros, encontrarlos sobre todo en otra época. Ahora leo más bien de todo.
¿Y te relees?
No. No mucho, no. No tiene mucho sentido ponerte a leer alguna cosa tuya.
¿Pero en el proceso de traducción de tus libros, no te obliga eso a ir hacia atrás sobre tus textos?
Bueno, ahora están volviendo a reeditar libros, bastantes, en la colección de bolsillo de Mondadori y he tenido que corregir galeradas y he mirado bastantes cosas de antes, pero no ha sido una experiencia enriquecedora. Solo me ha gustado releerme cuando me he estado leyendo sin saber que era yo quien había escrito aquello. En Le Monde, por ejemplo, leí un día una frase que estaba separada del texto general y la encontré buenísima, sensacional, hasta que descubrí de pronto que era mía y que lo que sucedía era que mi traductor francés la había traducido con un estilo fantástico; ese día me enteré de que mi traductor mejoraba lo que yo hacía (risa). La operación de leer es tan subjetiva porque si tú estás muy eufórico a lo mejor te gusta el libro más malo del mundo. Según cuál sea tu estado te puede gustar algo que no es nada bueno e igual es tu manera de leer la que lo hace bueno.
¿A ti te cambió la manera de leer con el tiempo o has sido siempre el mismo lector?
No, ha cambiado mucho y hay libros a los que vuelvo y que comprendo ahora… Los había leído de una forma muy distinta a como los leo ahora, como si ahora los comprendiera muchísimo más. Pero por otra parte encuentro un placer actualmente que no tenía antes en la lectura.
¿Cómo? ¿Por qué?
Pues yo creo que es la vejez o la posibilidad de la vejez, que es una de las pocas ventajas que tiene ser mayor: el hecho de que eres capaz de saborear mejor todavía un gran libro como el Quijote, por ejemplo. Otras ventajas no tiene, pero esta sí. Y me parece increíble que te puedas comprar un libro de Shakespeare por un dólar, cuando la gente ahora compra libros por treinta o cincuenta… que tengas a tu alcance una cosa tan barata, donde hay una persona inteligentísima contando la mejor historia del mundo…
De la mejor manera.
No me he dado cuenta de esto hasta que han pasado muchos años. Me gustaba la literatura pero no sabía tanto por qué, y lo he comprendido con el tiempo. Es un poco como los libros míos, que acaban siendo mejores con el tiempo, seguramente porque los voy pensando en relación con otros libros. Y voy pensando lo que hice, lo que podría haber hecho, duermo sobre ellos al pensarlos, y me doy cuenta de que había más cosas de las que yo creía.
Lobo Antunes me dijo hace años que le gustaba leer libros malos, porque era posible verles las costuras, entender cómo habían sido escritos, cuáles eran sus fallos, mientras que los buenos libros no se podían desentrañar porque eran perfectos. ¿Te identificas?
No… no… no. Bueno, Lobo Antunes trabaja con los locos del manicomio también, ¿no?, escribe en el manicomio, rodeado de locos que dicen frases que le interesan mucho. Una vez un loco le dijo que el mundo estaba hecho desde el culo. Le encantó esa frase. Pero en todo caso puedo comprender que le interese tanto la literatura mala como la buena, que le interesa todo. A Bolaño por ejemplo, le encantaban leer manuscritos de gente que quería publicar libros y no conseguía publicarlos.
¿Y por qué?
“Es la hostia”, decía. “Esta gente tiene una historia que contar porque le ha pasado algo. Algo muy fuerte, pero el problema es que no saben cómo contarlo porque no saben escribir. Y en cambio a muchos escritores no les ha pasado nada y no tienen ninguna cosa que contar”. Y en esto sí que tenía razón, la gente siempre tiene una historia, historias buenísimas, pero otra cosa es si las saben contar.
¿Qué cantidad de idiomas hablas o entiendes, y qué tanto te importa entender otros idiomas?
Yo siempre he contado que cuando empecé a escribir, quería escribir exactamente como Witold Gombrowicz porque él era un polaco en Argentina, era un aristócrata, lo vi en una foto que montaba un coche de caballos, y me dijeron que era muy extravagante su literatura, y entonces durante unos diez años escribía todo el tiempo como Gombrowicz sin haberlo leído nunca. Y fueron los diez primeros años en los que yo escribí y publiqué. Y después un día leí a Gombrowicz y no tenía nada que ver con lo que yo escribía. Estaba convencido de que yo era un escritor extravagante al estilo Gombrowicz. ¿Entonces qué pasa? Que al cabo de diez años de escribir como creía que escribía el otro, yo me había hecho con un estilo propio sin darme cuenta. Yo creía que era el estilo de Gombrowicz. Pero era el mío. Para que después digan que estoy influenciado por alguien.
¿Te gusta Gombrowicz?
Sí, me gusta pero en realidad lo que me gusta de verdad son los diarios, es donde me gusta leerlo porque es muy reflexivo, muy inteligente, llega a inventarse su propia inteligencia. Las novelas las leo. Cosmos por ejemplo me gusta mucho. Pero me gustan más los diarios porque ahí es donde está su talento, el movimiento de las ideas, esa visión certera de Argentina.
¿Y el no haber aprendido inglés es como una decisión? ¿Es una forma de resistencia, falta de interés…?
No. Aprendí solo francés por la formación que había en la escuela española y luego no lo aprendí en su momento y ahora me cuesta mucho. Pero tampoco hago ningún esfuerzo. Es verdad que tendría que… podría aprenderlo. Tendría que aprenderlo, vamos, porque ya canta al cielo esto. He tenido muchos problemas en Dublín, también cuando vengo aquí a Nueva York, dificultades para hablar en la aduana, para pedir cosas, para todo. Pero en las dificultades me crezco.
Pero aparte de lo práctico está el poder leer la literatura en su lengua, el poder hablar de tus libros en la lengua en que se publican, que son cada vez más.
No tengo facilidad para los idiomas; el francés, a pesar de conocerlo a fondo, aún no lo hablo bien. Hago entrevistas para televisión, pero es un desastre porque seguro que quedo como un tonto. Cuando oímos a un extranjero que habla de otra forma, que intenta hablar nuestro idioma, pensamos generalmente que es una buena persona bastante torpe y tonta porque hablando de esa manera tan desgraciada… Siempre tengo este complejo cuando hablo en francés. Me hace recordar una historia que me contó Augusto Monterroso de cuando fue a Sicilia. Le habían publicado los libros en la editorial Sellerio, y él quería –ya que estaba en Sicilia- conocer a la señora Sellerio, pero ésta jamás se ponía el teléfono; hasta que un día encontró a un librero que le dijo, “Yo le pongo en contacto con la señora.” Le puso en contacto con la señora Sellerio y entonces ésta le dijo: “Bueno, me ha encontrado usted pero no nos podemos ver de todos modos porque yo tengo mucho complejo de hablar mal el español, usted no habla el italiano y yo no quiero aparecer tonta ante usted porque estoy segura de que usted va pensar que hablo mal y soy tonta y yo no quiero correr este riesgo y usted no creo que quiera correr el riesgo de que, hablándome en italiano, yo piense que usted es bobo.” Monterroso, obligado por lo que había oído, renunció a saludar a su editora. (risa)
La suerte es que aquí en Nueva York tampoco necesitas tanto el inglés. Mucha gente habla español y el que no lo habla está de alguna manera habituada a que la gente hable el inglés un poco de cualquier manera. Hay una tolerancia mayor.
Pero me ha pasado que vi el tercer debate de Obama y Romney sin entender nada, y estuve presenciando el debate entero y me quería dormir porque estaba con un jet-lag brutal y, sin embargo, no quería perderme el final, a pesar de no entender nada, nada de nada, aunque voté al final en la encuesta a la que había que votar con el mando de la televisión, lo hice para sentirme ciudadano de los Estados Unidos.
Pero a la mejor si siguieras los debates terminarías por entender todo, digo, de la manera que entendiste el chino y el alemán en la Documenta de Kassel.
Sí, posiblemente. Intentaba averiguar quién estaba ganando y nada me daba ninguna pista. (risa) No me daba ninguna pista porque los dos estaban tan correctos… Ninguno quería cometer un fallo visual, ¿no? Veía que Obama tenía cierta superioridad hacia el otro, como diciéndole “No sabes de esto,” y tal, pero solo por gestos pero muy poco. Y tampoco Romney estaba mal, digamos. Que él hablaba, y [yo] no sabía lo que decía, después he sabido que… Bueno, al final lo importante es que voté, me daba igual lo que dijera Romney.
El problema con Romney es que como es menos inteligente, es más popular. Funciona mejor su falta de inteligencia que la cuestión más articulada de Obama.
Bueno este es el problema de la política actual y de la cultura, que en cincuenta años hemos perdido aun más el nivel de inteligencia. Basta ver el cine, ¿no? Las películas del cine que se hace ahora y el que se hacía hace cuarenta años, simplemente. Cine para personas que piensan mientras que ahora es puro efecto. No soy de lamentarme, pero ha bajado enormemente en este sentido.
¿Eres pesimista en tu apreciación de la cultura?
No, soy muy optimista porque pienso que siempre acaba volviendo todo. Creo que siempre acaba reapareciendo alguna clase de renacimiento y trae épocas grandes brillantísimas. Pero también es verdad que todas acaban en la barbarie, como pasó con la Viena de von Hofmannsthal y de Freud, que terminó en el Nazismo. Es decir, acaban siempre imponiéndose los brutos. Por eso uno al final no sabe si es mejor mantenerse en la mediocridad de ahora, donde al menos no hay un Hitler visible… Sí, soy pesimista.
Antes hablamos del ejercicio de escribir sin saber para dónde va el texto, de llegar al final para descubres cuál era el centro de la novela, o la verdad de la novela, de retroceder y reescribir.
Esto lo viví plenamente mientras escribía Dublinesca. A cada momento creía haber encontrado el centro del relato, pero el centro no lo encontré hasta llegar a la página final, allí estaba el centro. En mi siguiente novela, Aire de Dylan, fue distinto. Encontraba también diversos centros a medida que avanzaba en la escritura, pero al final descubrí que la novela carecía absolutamente de centro y, en lugar de esto, tenía muchos.
Descubrir que hay varias novelas dentro de la novela.
Sí, eso ocurre en Dublinesca y también en Aire de Dylan, pero sobre todo en Dublinesca, novela con la que podría haber hecho seis o siete libros, pero preferí hacer uno en el que incluirlo todo, obrando como si fuera un principiante de esos que quiere decirlo todo en el primer libro. (risa) Ya digo, iba encontrando el centro en un sitio, y luego en el otro, y decía bueno “este es el tema central” y siempre encontraba más. Al final entendí que el centro estaba en el final. El final y más concretamente en la última línea. Ese final en el que aparece un tipo que estaba muerto, que es el autor. Con el regreso del autor se acaba la novela.
¡Acaba de contar el final de esa novela!
Es igual… Ahí se comprende que la novela está escrita contra la muerte del autor. Y que antes, pues, hay muchos centros.
¿Encuentras que con el tiempo las estructuras de tus libros se van complejizando?
Sí.
Se suele decir que los autores se van simplificando con el tiempo precisamente por lo que decías: que los autores nuevos siempre quieren poner todo mientras los autores más experimentados han descubierto una forma de narrar y van a lo que van. En tu caso, ¿es al revés?
Mis relatos de antes eran muy sencillos y bastante directos y siguen funcionando porque a la gente le encanta la sencillez. Ahora incorporo mucho el pensamiento o la reflexión y, al hacerlo, los libros se han complicado muchísimo. Pero eso no ha sido problema para que aumentaran mis lectores. Me ha pasado, salvando las distancias, lo de los Beatles, cuyas canciones eran muy sencillas al principio, pero cuando las complicaron siguieron teniendo mucho público, lo que demuestra que no siempre la gente normal huye del arte de la dificultad. Lo difícil hoy en día para mí es ser sencillo. Me han encargado un cuento infantil y me ha parecido que no voy a ser capaz de ser sencillo… Estoy aterrado.
La peor parte de toda tu carrera. (risa)
El editor me dijo que sólo era un folio y medio, no tenía por qué ser un problema para mí. Pero un folio y medio es mucho cuando no sabes cómo ser sencillo.
¡Imposible!
Ya lo tengo pensado pero…
¿Tú no tienes hijos verdad?
No, y por eso no sé hablar con los niños, porque cada vez que hablo con ellos los niños piensan que soy muy tonto. Les hablo como un niño muy tonto. (risa) Sobre todo porque tiendo a complicarlo todo inmediatamente muchísimo, muchísimo. Pero mi padre que tiene noventa años y se acuerda mucho de su infancia me contó una cosa muy sencilla pero perfecta para el cuento. Me contó que su padre le dijo: “Tienes que aprender el alfabeto”. Pero él no quería porque se creía que el alfabeto eran todas las letras del periódico, y eran muchísimas. (risa)
Eso está perfecto.
Perfecto, sí. El cuento es entonces la historia de un niño que se escapa de casa, se pierde por el tejado, vive una aventura con un gato y tal, vuelve y el padre le dice lo del alfabeto. Se escapa otra vez, tiene otra aventura y ya tengo un folio, y el padre le pregunta por qué no quiere aprenderlo, y luego le explica que son solo veintisiete letras. Será también metaliterario el cuento, como todo lo que yo escribo. El problema es que tiendo ya a complicar lo del tejado, ya pienso que en el tejado el gato lee a Freud. Y claro, no sé si habrá algún niño dispuesto a entender esto. Quizás una niña.
THE END * Publicado originalmente en inglés en la revista BOMB, enero 2013