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Otro país que forma parte de América del Norte es México. ¿Qué pasa, entre otras cosas, en él en tie


AMLO Y EL ‘TEST KRAUZE’

Ibsen Martínez | agosto 10, 2017 /Web del Frente Patriotico

“La democracia es como un tren. Uno se baja de él cuando ya ha llegado a su destino”.

La sentencia del presidente de Turquía, Recep Tayipp Erdogan, pronunciada hace casi 20 años, ha vuelto a las columnas de muchos analistas que, desde todas partes del mundo, enjuician la sangrienta trayectoria dictatorial de Nicolás Maduro. La última estación del tren de Hugo Chávez ha sido el criminal “referéndum” del 31 de julio pasado con el que Maduro ha reducido a la irrelevancia una Asamblea Nacional de mayoría opositora, elegida por 14 millones de venezolanos.

Desde fines de marzo, Maduro y sus secuaces han venido desmantelando, en medio de sangrientas protestas, lo poco que quedaba de la mentirosa escenografía constitucional bolivariana.

MÁS INFORMACIÓN

‘El castrismo, enfermedad infantil del izquierdismo’, por Héctor E. Schamis

‘Venezuela, el elefante en la habitación’, por Ana Nuño

En su empeño de sofocar la denodada insurrección ciudadana, sus generales han hecho atravesar a la oposición democrática una ordalía de muerte, encarcelamientos, inhabilitaciones, censura de medios y exilio como hacía tiempo no se veía en nuestra América. En el proceso han asesinado a más de 100 manifestantes.

Maduro se ha bajado al fin del tren del que hablaba Erdogan. ¿Cómo enjuicia la izquierda continental, que en su mayoría hoy se dice demócrata, esta tragedia a la que una satrapía narcomilitar llama “revolución”? ¿Cuál es su postura ante la destrucción de la democracia y el Estado Social de Derecho venezolanos?

La izquierda latinoamericana, gran parte de ella avenida a usos democráticos que en muchos países le han dado el triunfo electoral, ha preferido “hacerse la loca”. Gobiernos afines al chavismo e importantes figuras izquierdistas de oposición en todo el continente responden con cautelas, anfibologías e hipócritas llamados al “diálogo” y condenas a la violencia “venga de donde venga”, a sabiendas de que una mayoría abrumadora de los muertos de Venezuela los ha puesto la oposición.

Para mal de esa izquierda, el violento zarpazo dictatorial de Maduro ha ocurrido en temporada electoral, cuando las afinidades ideológicas y las pasadas complicidades políticas con el chavismo no pueden ocultarse fácilmente. Es difícil sustraerse al repudio universal si, galanamente y justo ahora, se declara uno simpatizante del gobierno venezolano.

Tal vez por eso Andrés Manuel López Obrador, (AMLO, abrevia la prensa su nombre completo), candidato del izquierdista Movimiento de Regeneración Nacional mexicano (Morena), partido probadamente afín al chavismo, ha optado por denunciar la “calumnia” de que él es “alto pana” de Nicolás Maduro como un desesperado intento de desacreditarlo ante los electores. “Andan asustando, diciendo que somos populistas, y nos comparan con Maduro y con Trump”, afirma con cara de cemento Portland en un spot publicitario.

Al intentar desmarcarse enfática e hipócritamente del chavismo y de Maduro, desentendiéndose de la tragedia venezolana provocada por las políticas de una “revolución” a la que hasta ayer no más Yeidckol Polevnsky, secretaria general de Morena, brindaba apoyo irrestricto, AMLO solo logra desnudar, sin proponérselo, la indescriptible crisis social y política que las mismas políticas que propugna Morena han desencadenado en Venezuela.

Los embustes de AMLO carecerían de gravedad si no encabezase los sondeos electorales y un triunfo suyo no representase un verdadero peligro para la democracia en México. La inviabilidad del populismo extremo solo agrandaría en México los males de la corrupción y el narcotráfico. La soltura de AMLO al mentir sobre sus designios antidemocráticos me recuerda a Hugo Chávez, candidato presidencial en 1998.

“Un partido puede ser de derecha o de izquierda, pero la forma de medir si es demócrata es cotejar su postura ante Venezuela”. Esto ha observado el historiador Enrique Krauze en un incisivo artículo, sugestivamente titulado “el test de la democracia”.

Para mal de México, AMLO no aprueba el test.

El test de la democracia

Es obvio que nuestra democracia es una casa en obra negra pero no por ello es menos sustancial. Sus defectos son de quienes la ejercen, no de ella, ni como doctrina ni como sistema. Sería terrible destruirla. Para calibrar el riesgo, basta ver lo que ha ocurrido en Venezuela.

Enrique Krauze

03 julio 2017

"No me importa si alguien es de derecha o de izquierda. Lo único que me importa es que sea demócrata", dijo Felipe González a un grupo de amigos, a propósito de la connivencia de Podemos y Rodríguez Zapatero con el régimen de Maduro. Tiene razón: la convicción democrática se mide en las reacciones frente a fenómenos dictatoriales.

Ese fue el criterio de Octavio Paz en las revistas que dirigió. Cuando Pinochet asestó el golpe de Estado al régimen de Allende, Plural repudió inmediatamente el acto. Cuando la revolución sandinista derrocó a la dictadura de Somoza, Vuelta puso su esperanza en la pronta celebración de elecciones (que tardaron once años en llegar). Cuando Argentina cayó en las garras de unos militares genocidas, Vuelta lo denunció al grado de que su circulación fue prohibida en ese país.

Cuando el movimiento Solidaridad estalló en Polonia, lo saludamos con el mismo entusiasmo con que apoyamos y publicamos a los disidentes de la Europa secuestrada (Havel, Michnik) y a los héroes de la libertad en la propia URSS: Sájarov, Soljenitsin. Creímos en un desenlace democrático que llegó en unos casos y se desvirtuó en otros. Pero no nos equivocamos al interpretar el significado de la caída del Muro de Berlín. Incluso fallamos en percibir su alcance: hoy Alemania es la vanguardia del mundo libre.

En nuestro continente, criticamos de manera sistemática al régimen castrista, lo mismo que a los movimientos guerrilleros que buscaban emularlo en Colombia, Perú, Salvador, Nicaragua. No erramos: salvo excepciones, los principales países de América Latina no optaron por la vía revolucionaria sino por la democracia.

Nuestra premisa era clara: la única legitimidad para acceder al poder, y para ejercerlo, era la democracia. Respetando sus reglas (en particular la del respeto a las minorías), honrando las leyes, las instituciones y las libertades, la competencia ideológica podía ser despiadada. Pero la violación de esas reglas era absolutamente inadmisible. Con la democracia todo, contra la democracia nada.

Estas ideas no eran comunes en el México de los ochenta pero poco a poco se abrieron paso hasta convencer a un amplio sector de la opinión pública sobre la insostenible ilegitimidad democrática del régimen que nos gobernaba desde 1929. El que en México no hubiese militares en el poder o golpes de Estado no atenuaba ese hecho. La no reelección seguía siendo un legado invaluable del Maderismo, pero el sufragio no era efectivo y las libertades políticas eran muy limitadas. Por fortuna, el país optó por la transición pacífica a la democracia.

Llevamos casi veinte años en esa experiencia inédita para nosotros. Es obvio que nuestra democracia –lo he repetido muchas veces– es una casa en obra negra pero no por ello es menos sustancial. Sus defectos son de quienes la ejercen, no de ella, ni como doctrina ni como sistema. Sería terrible destruirla. Para calibrar el riesgo, basta ver lo que ha ocurrido en Venezuela.

Venezuela nos abre la oportunidad de aplicar el test de la democracia a la política mexicana. Un partido puede ser de derecha o de izquierda, pero la forma de medir si es demócrata es cotejar su postura ante Venezuela.

La diplomacia mexicana ha modificado su política. Enhorabuena: no hay doctrina que justifique la pasividad frente a un tirano. El resto de las fuerzas ha condenado (con tibieza) al régimen de Maduro, cuya deriva totalitaria ocurre ante nuestros ojos, día con día. Estamos viendo la rebelión masiva y pacífica de un pueblo hambriento empeñado en una lucha solitaria por su libertad. Pero dos partidos (mejor dicho, uno y medio) no sólo se han resistido a llamar por su nombre al régimen asesino de Maduro, sino que lo apoyan.

En el caso del medio partido se entiende: los dirigentes del PT son admiradores confesos y huéspedes frecuentes del régimen de Norcorea. Pero en el caso de MORENA, las declaraciones son en verdad preocupantes. Según su jefe máximo, la democracia venezolana es superior a la de México. Y uno de los miembros de su Dirección Nacional se refirió al "importantísimo papel que puede hacer MORENA en el gobierno de México, que es el de integrarse con los países de América Latina que están haciendo los cambios como Venezuela. Digámoslo directo, la integración de México en la revolución bolivariana".

Queda claro. Un amplio sector de la izquierda mexicana no pasa el test de la democracia. No cree que México sea una democracia, pero la utilizará para buscar el poder y, desde ahí, acabar con ella.

(Publicado previamente en el periódico Reforma

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