"A 12 años del bicentenario de la muerte de Simón Bolívar, Venezuela aún no sabe si los conmemo
Recordando con ira
Antonio Sánchez García
El Nacional 01 DE ABRIL DE 2018
A 12 años del bicentenario de la muerte de Simón Bolívar, Venezuela aún no sabe si los conmemorará en dictadura o en democracia, bajo el actual régimen, una mascarada castrocomunista, hundido en la miseria, sufriendo el naufragio de una crisis humanitaria de proporciones desconocidas, o recién despierta a otra ilusoria esperanza de resurrección.
Que el proverbio que reza que “nadie sabe para quién trabaja” corresponde a la realidad nos lo da la historia de las guerras civiles venezolanas. ¿Qué nos quedó de Bolívar, el Sísifo quijotesco, luego de ese aciago 17 de diciembre de 1830, cuando expirara en la quinta Alejandrina de Santa Marta, amortajado con una camisa prestada, mientras Páez, los Monagas y buena parte de su generalato, convertidos en pocos años de peones de la nada absoluta en terratenientes atragantados con el botín de sus hazañas, montaban ese feudalismo de caudillos en que se convirtiera Venezuela luego de 12 años de guerras civiles? “Solo nos queda de Bolívar como presidente de una república en disolución, su repugnancia para gobernar con una constitución absurda, y su repugnancia para establecer un poder personal sin límites constitucionales”. Un héroe trágico cuyas ideas, todas, “eran geniales y sólidas; pero no hay genio que pueda improvisar las instituciones de una alta civilización en cuatro selvas tropicales”. Carlos Pereyra, el historiador mexicano, culmina su esbozo de esas vidas paralelas de Bolívar y Washington visto a un siglo de su proeza, mientras su patria pasa de Cipriano Castro a Juan Vicente Gómez, viéndolo en un destello como “un filósofo”. “Han muerto en él sucesivamente, como dice Saint-Beuve, muchos hombres: el joven romántico de 1804, el diplomático fastuoso de 1810, el jacobino feroz de 1813, el paladín de 1819, el estadista de Angostura, el imperator de 1825. Sobrenada entre los restos del naufragio la vela latina de su volterianismo; un sentimiento de mesura en las cosas y en las ideas; una actitud ecuánime para juzgar de todo; una sonrisa de amargura. ¿Voltaire he dicho? Sí, Voltaire; la parte alta y delicada de Voltaire. Voltaire que abre ya sus ventanas hacia el huerto de Renan” (1).
Un héroe genial sacrificado en el vientre de una ballena, del que al final de su vida hubiera preferido no haber salido.
Mientras la patria por él independizada procedía a olvidarlo, renunciando tal vez para siempre a su voluntad de grandeza, los únicos beneficiarios de sus hazañas procedían a enriquecerse hasta el hartazgo, acumulando tierras, hombres y reses. No esperaban otra cosa de las guerras de Independencia que apoderarse a sangre y fuego de lo que había acumulado el mantuanaje durante tres siglos de esfuerzos y laboriosidad bajo la bonhomía imperial de la corona. Es la profunda diferencia que va de Bolívar a Páez. Bolívar quiere la libertad para la América española. Páez y Santander quieren su riqueza.
Es inolvidable la maravillosa escena en la que Roberto Ker Porter, cónsul de la Gran Bretaña en Caracas, describe el colmo de la felicidad y la plena realización de Páez, el otrora peón analfabeta, ahora señor feudal de sus hatos de inmensidades sin límites en el Guárico, exhibiéndose ante el diplomático inglés a dos años de la muerte de Bolívar como un viejo mercenario de lanza y espada, fundador de nuevos dominios. Un Carlomagno guariqueño. Ya lo había dicho el mismo Voltaire: detrás de un monarca se encuentra siempre un mercenario. Detrás de una corona, una espada.
Quien quiera imaginarse de dónde procedía el furor de la barbarie al desnudo que hizo cundir el espanto entre las tropas de Pablo Morillo, venciendo al ejército mejor armado y preparado de Fernando VII en 10 años de sangrientos combates, no tiene más que leer las siguientes descripciones del manejo de miles y miles de reses y del proceso de su marca y castración realizados en el hato San Pablo, de muchos kilómetros cuadrados, en donde se asentaba en noviembre de 1832 el poderío del nuevo hombre fuerte de Tierra Firme, el catire Páez. Pues una cosa era combatir a las civilizadas tropas de Napoleón Bonaparte y otra, muy distinta, enfrentarse al llaneraje salvaje semidesnudo, armado de machetes y las lanzas coloradas de las huestes de José Antonio Páez, habituadas a enfrentarse a brazo desnudo con la ferocidad de toros salvajes. Cuenta el diplomático Ker Porter, asombrado, la profunda impresión que le causara ver a los llaneros de Páez enfrentar en calzoncillos a los ejércitos de reses del terrateniente guariqueño.
“Al descender del suave declive de este lugar dominante pudimos ver vastas cantidades de ganado en sólidas columnas, marchando hacia su gran lugar de reunión. Desplazándose entre nubes de polvo y brumosos espejismos, estas masas parecían las divisiones de algún gran ejército, pero estaban compuestas por criaturas vivientes de naturaleza y objeto muy distintos, dando prueba de las bendiciones de la paz e industria, y no como instrumentos de guerra y desolación. Conforme se iban juntando estos innumerables cuadrúpedos, se lanzaban rápidamente de la masa de los que ya estaban en el sitio, aumentando así hasta un nivel increíble la masa de animación y polvo; eran al menos 12.000 cabezas de noble ganado, un espectáculo que sólo puede contemplarse en las pampas o llanos del nuevo mundo. Tanto el cuadro como su impresión fueron completos cuando vi al general Páez introducirse a caballo en medio de ellos. Yo estaba a su lado, y debo confesar que hacía falta una buena dosis de coraje y destreza para poder seguirle. La escena y la situación eran igualmente nuevas para mí, pero mi valiente líder me dio todo el crédito debido por mi perseverancia (y valentía, si me atrevo a decirlo, pues conozco a más de uno que preferiría encontrarse a un disparo que a la embestida de un par de cuernos), conforme me escurría a su lado entre el tropel, para enviar un apretón o un rasguño, o una embestida inocente de estos cuadrúpedos hijos de San Pablo.”
La otra imagen se refiere al fin y propósito de la jornada: “Tan pronto como todos estuvieron listos para la ceremonia (por lo menos nosotros) entraron en los corrales centenares de llaneros sin otra ropa que sus calzoncillos, con lo que tuvimos un excelente despliegue de formas atléticas. Muchos llevaban lazos y otros no poseían más armas que su propia fuerza para hacer de coleadores, mientras otros aún estaban listos para aplicar el hierro candente; y otro grupo se aprestaba, cuchillo a punta de lanza en mano, a realizar la otra operación. Estos personajes pronto pusieron en movimiento la multitud cuadrúpeda. Nunca había visto semejante barullo, polvo, galope, animales saltando por encima de animales. La masa entera se movía de un lado a otro, mientras que los lazos silbaban y volaban en todas direcciones, cayendo con la más infalible precisión sus tiras de cuero sobre los cuernos del toro alrededor del cuello de los animales sin asta; y en el momento del violento frenazo la bestia salía dando saltos y forcejeando; pero a base de pura fuerza, se la arrastraba por una de las aberturas hasta el recinto vecino, donde se la volvía a soltar inmediatamente, momento que aprovechaba uno de los coleadores para agarrar por la cola a la enfurecida bestia y, de un tirón repentino y no poco grado de fuerza, la tiraba por el suelo patas arriba. En un instante, dos o tres más se precipitaban sobre ella asiéndola por los cuernos y sujetándola de la cabeza, mientras que el hierro de marcar se le aplicaba en el flanco y el cuchillo en las orejas y, tratándose de un macho de edad apropiada, se le hacía la operación de castración de la manera más diestra e instantánea. Es de verdad difícil dar una idea justa del ruido atronador, el polvo y el incesante movimiento de estos millares de reses, y de la persecución con el lazo de estos hombres semidesnudos, además de los grupos singularmente pintorescos mezclados en estos quehaceres del día. Cinco horas duró la cosa, durante las cuales se marcaron unos 900 animales, se bovinizó a 400 toros jóvenes, y sólo se dejaron intactos 12 toros por cada 100 vacas, como señores de este serrallo” (2). Páez podía darse por satisfecho: Bolívar, el supremo, yacía enterrado en Santa Marta. Él era el nuevo amo de Venezuela.
A 12 años del bicentenario de la ingrata muerte del Libertador, Venezuela aún no sabe si los celebrará en dictadura o en democracia, bajo el actual régimen, una mascarada castrocomunista, hundido en la miseria, sufriendo el naufragio de una crisis humanitaria de proporciones desconocidas, o recién despierta a otra ilusoria esperanza de resurrección. En cualquiera de los dos casos, Bolívar será reivindicado como parte del régimen imperante. Así el llaneraje salvaje haya descendido a sus infiernos convertido en masas paupérrimas de mendicantes muertos de hambre. Y los ejércitos sean recuas de traficantes y negociantes del mayoreo y menudeo. La herencia sigue en litigio. La maldición de Bolívar aún no ha sido exorcizada. De su exorcismo depende el futuro.
[1] Carlos Pereyra, Op. Cit., pág. 179.
[2] Sir Robert Ker Porter, Op-Cit. Págs. 572 s
https://youtu.be/gTZbwQeo2Gs
La maldición de Bolívar
Antonio Sánchez García CORRESPONSAL Y COLUMNISTA
Profesor de Filosofía Contemporánea en la Maestría de Filosofía de la Escuela de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela.
El Nacional 24 DE ABRIL DE 2018
Venezuela atraviesa por uno de los momentos más dramáticos y definitorios de su historia. Después de dos siglos de haberse aventurado por la senda del independentismo republicano y de haber asumido la homérica tarea de acabar con el dominio peninsular a un costo en vidas y bienes materiales inconmensurables –tres siglos de implantación y desarrollo colonial sacrificados en los fuegos lustrales de la guerra, cientos de revoluciones, dictaduras y tiranías y la delirante ambición de sus caudillos–, de todo lo cual quien mayores lamentaciones manifestó previéndolas cuando ya era demasiado tarde para impedirlas hallándose al borde de la muerte sería su principal promotor y responsable, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios Ponte y Blanco. Que pasaría a los anales de la historia con el nombre de Simón Bolívar. Nuestra némesis. Basta un repaso sucinto de su vida y su obra para constatar que en su prodigiosa existencia se condensa la trágica experiencia de Sísifo. Llegar a la cima para caer al abismo. Las cimas de sus glorias de Pichincha, Junín y Ayacucho y los abismos de su soledad y abandono en San Pedro Alejandrino. Abismos que a pesar de los siglos transcurridos aún determinan nuestros destinos. Es la maldición de Bolívar.
Sorprende que pronto a cumplirse dos siglos de su muerte no se haya reparado en la naturaleza trágica de esa extraña elipse que marcara su vida: empujado en plena juventud a la titánica tarea de vencer a un imperio, existencialmente motivado por una dolorosa y temprana viudez, según se lo confesara al grupo que lo acompañaba en Bucaramanga, desde donde seguía los vaivenes de la Convención de Ocaña, según cuenta Luis Peru de Lacroix, recorriendo todos los avatares de una vida entregada a la guerra y la lucha política, habiendo logrado tras poco más de una década de inenarrables sacrificios y esfuerzos sobrehumanos la proeza que se propusiera en solitario y arrastrado por su prometeica voluntad, sentó las bases de una cultura política belicosa, guerrera, antiliberal y populista que terminó pesando como una maldición sobre un continente consumido por su irracionalidad, su religiosidad, su devoción y su fanatismo. Digno ejemplar de la estirpe peninsular, conquistadora, cortesiana de la que provenía en propiedad, así procediera a mutilarla: culminación tras tres siglos de una historia abierta con la cruz de los 12 de la Fama y la espada de Don Hernán Cortés y sus quinientos mercenarios. De todo lo cual fue perfectamente consciente, lo que ahonda el talante trágico y automutilador de su extraordinaria y venturosa hazaña: “Pasó de esto” – cuenta en 16 de mayo de 1828 su primer edecán, el francés Peru de Lacroix en su Diario de Bucaracamanga, – “a hablar de gobierno teocrático, sosteniendo, con una especie de ironía, que es el que más convendría a los pueblos de la América del Sur, visto su atraso en la civilización, su corta ilustración, sus usos y costumbres. De allí saltó S.E. a Roma; discurrió sobre su antigua República, haciendo ver la inmensa diferencia de aquellos pueblos con los de América. Habló luego de César y de su muerte, sacando una comparación idéntica, dijo, entre los demagogos que lo asesinaron y los demagogos colombianos”. Estaba preparado, lo sabía, a ser asesinado como el César de América.
Después del desprecio, cuando su nombre no movilizaba ya ninguna pasión, sentimiento o rencor en la nación que independizara y llegando a ser la más notable víctima del mal del olvido tan propio del país independizado por su mano, su subordinado, aliado de la primera hora y luego enemigo mortal José Antonio Páez ordenó repatriar sus restos. Valían nada: en Venezuela, como siempre, lo que un muerto. Para que, treinta años después, Antonio Guzmán Blanco, “el Ilustre Americano”, hijo de quien le sirviera de mensajero en 1828, construyera en Caracas un Panteón Nacional e inhumara sus restos con toda la pompa y la majestad de que era capaz un país digno de la Costaguana de Joseph Conrad o del Macondo de García Márquez. Dando inicio a un delirante culto a su figura, convertida en religión de Estado, tótem fundacional y sucedáneo deletéreo de una verdadera ideología nacional. Sirviendo su nombre de mascarón de proa de peluquerías, funerarias, agencias de empleo, ferreterías, verdulerías, licorerías, panaderías, tugurios y calles y plazas a destajo. Culto que alcanzaría la cima del delirio, el despropósito y la automutilación en ese tercer encuentro de maldiciones propiciado por Hugo Chávez, al amparo de Fidel Castro, que terminó la faena de su falsa resurrección haciendo del fino y perfilado rostro del aristócrata, diletante y multimillonario caraqueño una suerte de picapedrero de barricadas y montoneras brotado de la criminal marginalidad venezolana. La maldición de Bolívar lo afectó, como un búmeran, a él mismo y en su pleno corazón, convirtiéndolo en el santo protector de narcotraficantes, terroristas islámicos y asaltantes del tesoro público enmascarados de marxista leninistas. Cumpliéndose al pie de la letra el aserto según la cual la historia se repite, pero como una farsa. Así esta haya costado la devastación de la nación potencialmente más rica de la región y una de las mejor dotadas del mundo en recursos naturales. Hoy, sucio espantajo de una crisis humanitaria.
He denominado “la maldición de Bolívar” al curso de extravío y bárbara regresión, de dictadura y militarismo, de caudillismo, belicismo y belicosidad políticas que impidió la emergencia y consolidación de un pensamiento y una práctica liberales en Venezuela, hasta el día de hoy. Proyectada para su desgracia a toda América Latina. Favoreciendo, en cambio, las distintas ideologías sucedáneas que hicieron del estatismo antes que del libre emprendimiento, del colectivismo tumultuario y mendicante antes que del individualismo creador, del socialismo antes que del capitalismo y de la vía rápida a la alteración pública como práctica política antes que de la cooperación y la solidaridad entre los individuos y las clases el motor de toda actividad social. En una palabra: del “bochinche” del que se quejara amargamente Francisco de Miranda, cuando comprendiera, primer sacrificado en el fuego lustral del antiliberalismo y del anticivilismo jacobino, la verdadera naturaleza de la sociedad a cuya emancipación dedicara toda su vida. En un país que luego de independizarse de la administración colonial y haber sacrificado más de la mitad de su población y el arrasamiento de tres siglos de cultura, viviría en menos de un siglo más de un centenar de revoluciones. Todas inútiles, todas vanas, todas improductivas, todas corruptoras, devastadoras e infructuosas. Hasta convertirse en el primer cartel de la droga del Tercer Mundo.
Nunca es inútil e insuficiente volver a citar al historiador venezolano Luis Level de Goda, quien en su Historia Constitucional de Venezuela, publicada en París en 1893 escribiese: “Las revoluciones no han producido en Venezuela sino el caudillaje más vulgar, gobiernos personales y de caciques, grandes desórdenes y desafueros, corrupción, y una larga y horrenda tiranía, la ruina moral del país y la degradación de un gran número de venezolanos”. Como puede colegirse, nada de la devastación de esta crisis humanitaria constituye una novedad en la Venezuela bolivariana. Y tampoco Level de Goda desvelaba un misterio: “Las convulsiones intestinas han dado sacrificios” –escribió medio siglo antes Cecilio Acosta– “pero no mejoras; lágrimas, pero no cosechas. Han sido siempre un extravío para volver al mismo punto, con un desengaño de más, con un tesoro de menos”. La síntesis de ese siglo y medio de barbarie la expresó en 1950 una de nuestras más lúcidas conciencias, Mario Briceño Iragorry: “Nuestro país es la simple superposición cronológica de procesos tribales que no llegaron a obtener la densidad social requerida para el ascenso a nación. Pequeñas Venezuelas que explicarían nuestra tremenda crisis de pueblo. Sobre esa crisis se justifican todas las demás y se explica la mentalidad anárquica que a través de todos los gobiernos ha dado una característica de prueba y de novedad al progreso de la nación. Por ello a diario nos dolemos de ver cómo el país no ha podido realizar nada continuo. En los distintos órdenes del progreso no hemos hecho sino sustituir un fracaso por otro fracaso…”
Han sido todas ellas, como esta trágica revolución que hoy sufrimos, productos de la maldición de Bolívar. Pretexto, mascarada y pertinaz legitimación desde las máximas y deletéreas alturas para una incapacidad ontológica para superar nuestra naturaleza tribal y constituirnos en nación racional, liberal y autosuficiente. ¿Será la de Bolívar una maldición insuperable? ¿Estará Venezuela condenada a ser este amasijo tribal, salvaje y menesteroso, incapaz de elevarse hasta el rango de nación sin recaer periódica y sistemáticamente en el delirio bolivariano?
No tengo la respuesta.
La maldición de Bolívar. Primera parte [1]
Antonio Sánchez García
El Nacional 01 DE FEBRERO DE 2018
El proceso yace por los suelos, hecho ruinas. Bajo su influjo se cometió el mayor y más salvaje de los crímenes que hubiera podido imaginar en vida: la devastación de la República. Ha sido la maldición de Bolívar
La historiografía se ha encargado de estudiar, analizar, desentrañar las causas y consecuencias de las grandes revoluciones y llegar a conclusiones y balances difícilmente discutibles. Lo único cierto y verdadero es que todas ellas han fracasado en el logro y la realización de sus propósitos iniciales y, como lo afirmaran los padres de la primera revolución de Occidente, la francesa, puestos de acuerdo ambos extremos políticos de la misma, el girondino Pierre Victurnien Vergniaud y el jacobino Jorge Jacobo Danton, guillotinados por órdenes de Robespierre: "La revolución, como Saturno, acaba devorando a sus propios hijos". A todas ellas, que comenzaran prometiendo el cielo y terminaran desatando el infierno, les cabe el juicio sumario con el que Carlos Franqui sentenciara al último coletazo marxista, la Revolución cubana, por la que se jugó su vida en la Sierra Maestra: “Es una verdad incontrovertible que el triunfo de la revolución castrista ha sido, y es todavía, el más trágico acontecimiento de la historia de Cuba. [2]
No se abusa de su acierto si se lo aplica a todas las revoluciones que tuvieran lugar desde la Revolución francesa hasta el presente. Han sido fracasos de trágicas consecuencias. Lo mismo se deduce de la copiosa bibliografía dedicada a Hitler y el Tercer Reich, de la que reivindico por su brevedad y profundidad analítica las Anotaciones sobre Hitler de Sebastian Haffner. [3] Así como la también copiosa bibliografía que merecieran la Revolución de Octubre y la revolución china. Lo único cierto de todas ellas al día de hoy es que, salvo la de Hitler, las revoluciones de Lenin, Mao, Kim Il Sun y Fidel Castro aún languidecen en una tenaz agonía, sea negándose a dejar la escena, ya convertidas en fantasmas hamletianos como la cubana; sea metamorfoseadas en algo difícilmente vinculable a sus orígenes utópicos y mesiánicos, como la rusa o la china. Sea como fuere, continúan pesando en el imaginario, inciden en el curso del proceso histórico vital y actúan desde el inconsciente colectivo de nuestra cultura. Llegaron para quedarse y nos legan, en herencia, problemas irresueltos. Si la revolución china ha logrado sobrevivir metamorfoseada en el más salvaje de los capitalismos de Estado, la soviética continúa ejerciendo su nefasto influjo desde los subterráneos del Kremlin y el reinado del último discípulo de Stalin, Vladimir Putin.
La única revolución nacida por efecto del impacto de la Revolución francesa y los efectos de la revolución norteamericana, que jamás fuera verdaderamente cuestionada por la posteridad, que triunfara en toda la línea y continúa determinando el curso de todo un subcontinente; que se resiste al más mínimo cuestionamiento, es la revolución independentista suramericana. Nadie se ha planteado la pregunta acerca de lo que pudo haber devenido de la América española si no se hubiera independizado de España o hubiese sido derrotada. Lo que parecía un hecho después de la derrota de Bolívar en Puerto Cabello, la capitulación de Miranda ante Monteverde, la expulsión del liderazgo insurreccional de territorio venezolano en julio de 1812 y el regreso de Fernando VII al trono de España. Una revolución que nació en defensa del secuestrado soberano, llamado por ello el “Deseado” y pudo finalmente imponerse ante la crisis terminal e irreparable provocada por la infinita mediocridad del liderazgo real. En una suerte de teoría carlyleana invertida, como lo insinúa el historiador inglés Max Hastings respecto de la Primera Guerra Mundial, las crisis terminales parecen deberse a la ausencia de grandes hombres. Son, en esencia, crisis de liderazgos. ¿Alguien lo duda en el caso de Venezuela?
Nadie ha osado tampoco imaginarse qué hubiera sido de las colonias si en lugar de trenzarse en una carnicería de muy cuestionables resultados, se hubieran acomodado a los cambios que la corona, acéfala y apuntando a una obligada liberalización acorralada por las guerras napoleónicas, intentara efectuar a través de las Cortes de Cádiz al borde del cataclismo que sufriera luego del secuestro de Fernando VII y la concatenación de declaraciones de las provincias americanas en su respaldo, que al cabo de los días y ante la debacle manifiesta de la corona dieran paso a las declaraciones de Independencia, comenzando por la de la provincia de Venezuela el 5 de Julio de 1811 y terminando con la expulsión de las tropas españolas por Bolívar y Sucre luego de Junín y Ayacucho.
Los intereses de las oligarquías criollas que se apropiaran violentamente del poder en toda la región, sumidas en las vorágines desatadas por sus feroces apetencias de poder, y consumidas, si no devastadas por sus propios enfrentamientos internos, supieron sumar fuerzas para legitimar sus repúblicas y legitimarse ellas mismas. Consumidas en las guerras intestinas, el caos y la desintegración desapareció la capacidad del autoanálisis y las debidas correcciones, procediendo a mistificar sus propias orígenes. Es el motivo primordial del que el historiador Germán Carrera Damas definiera como “el culto a Bolívar”. Bolívar, sin ninguna duda el caudillo primordial del vasto proceso que culminara con la expulsión de la corona y el establecimiento de las repúblicas, se vio obligado, no obstante, a hacer el balance de sus más de veinte años de guerra al frente de las tropas independentistas y la imposición por él al mando de sus tropas de la Independencia en cinco repúblicas: Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Que no fueran antecedidas, oportuno es recordarlo, de la debida maduración sociopolítica de las condiciones indispensables para hacerlas sustentables. Voluntarismo de la más cruda especie, pues en rigor no obedecieron a un proceso social generalizado y emancipador.
La conclusión extraída por Bolívar, ya a punto de ser arrebatado por la tuberculosis y morir en la Quinta San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, Colombia, en diciembre de 1830, fue trágica y desoladora. Tanto, que sus idólatras apenas la mencionan, si bien constituye un documento de extraordinaria importancia. Se trata de Una visión de la América Española, que ha permanecido al margen del conocimiento del gran público, así esté a la vista de todos, como la carta de Edgar Allan Poe. Se duda incluso de su autenticidad y autoría. Sobre todo en Venezuela, que necesitada urgentemente de alguna narrativa fundacional y mitológica que le diera forma y consistencia a su permanente estado de disolución, elevara su figura a las alturas de un inmaculado e inmarcesible culto legendario. Convertido en semidiós. Reinando sobre el panteón de lares y penates de la primera religión política del continente. Su religión comenzó a doce años de su muerte, con el traslado de sus restos a Caracas por orden del general José Antonio Páez durante su segundo gobierno, el 28 de octubre de 1842. Hasta ser elevado al Panteón Nacional por el dictador Antonio Guzmán Blanco, hijo de Antonio Leocadio Guzmán, 34 años después, el 28 de octubre de 1876. Cumpliéndose a la letra sus temores de ver su nombre y su prestigio ultrajados por quienes lo convirtieran en instrumento de sus sórdidos propósitos, sus restos serían profanados por quien se considerara su más legítimo heredero, Hugo Chávez. En un gansteril ritual de macumba y brujería, de santería y primitivismo afrocubano televisado en vivo y en directo por sus últimos adoradores, el 16 de julio de 2010, sus restos manoseados volverían a su interrumpido descanso. Su maldición caería impecable sobre sus profanadores: al poco tiempo moriría una primera camada de bolivarianos de la primera hora, como el mismo Hugo Chávez, Willian Lara, Luis Tascón, Alberto Müller Rojas, Clodosbaldo Russián y Robert Serra. De quienes observaron la violación de sus restos sobreviven la ex fiscal general de la República, hoy en el exilio, Luisa Ortega Díaz, y el tercer factótum del régimen, tras Maduro y Diosdado Cabello, Tareck el Aissami. El proceso yace hecho ruinas. Bajo su influjo se cometió el mayor de los crímenes que hubiera podido imaginar en vida: la devastación de la República. Ha sido la maldición de Bolívar.
[1] Iniciamos una serie de recapitulaciones sobre la vida de Bolívar. Serán publicadas en la web de El Nacional en días sucesivos.
[2] Carlos Franqui, Cuba, la Revolución: ¿Mito o realidad? Memorias de un fantasma socialista. Península, Barcelona, 2006, Pág.417.
[3] Sebastian Haffner, Anotaciones sobre Hitler, Galaxia Gutemberg, 2002.
La maldición de Bolívar. Segunda parte
Antonio Sánchez García
El Nacional 02 DE FEBRERO DE 2018
Situado en la cornisa entre la Ilustración y el Romanticismo, Bolívar vivió a fondo sus delirios mesiánicos sin dejarse vencer a la hora de su muerte, no obstante, por el enceguecedor fanatismo mesiánico. Aunque devorado por la fiebre y consumido por la tisis, murió a los 47 años perfectamente consciente del abismo que había cavado febrilmente con sus manos, perfectamente en claro de los inútiles combates en los que fuera entregando sus fuerzas y sus bienes y claro respecto del espanto al que le abriera las puertas a toda la región con su inagotable voluntarismo y su decisionismo a ultranza: apasionado, ambicioso, sediento de gloria, calculador, egotista, implacable.
Ni Alejandro Magno ni Napoleón, ni ninguno de los grandes generales de la modernidad libraron tantas batallas ni recorrieron tantas distancias de insufribles travesías por cadenas montañosas, valles inconmensurables y ríos tormentosos. Cumpliendo con homérica perfección una anticipación de lo que el cubano Alejo Carpentier definiera siglo y medio después como “realismo mágico”: intercambiar una realidad implantada tras tres siglos de esfuerzos positivos en la mayor hazaña colonizadora de la historia por una ficción ilusoria y devastadora. ¿Cuántos cientos de miles de víctimas mortales causaron sus ambiciones de poder y gloria? ¿Cuánta devastación causó al frente de sus llaneros salvajes? ¿Cuántos crímenes prohijó alimentando la más trágica y espantosa experiencia bélica vivida en Venezuela, “su guerra a muerte”? De la que hoy, dos siglos después, vivimos una tramposa y mísera reproducción. En su nombre.
Se escribe y no se le da crédito. Son cientos de miles de almas las devoradas por el ciclo de guerras que comienzan en 1811 y culminan en 1864, con la Guerra Federal. La mitad de la población venezolana, calculada a comienzos de la conflagración en 800.000 pobladores. Desangrados en los combates cuerpo a cuerpo, atravesados por lanzas y degollados por machetes, abandonados en lazaretos consumidos por las fiebres, las pestes, el hambre, una catástrofe telúrica y la desesperación. Quien conozca las imágenes de la guerra, de Goya, puede hacerse una idea de los empalados, los descabezados, los despellejados, fritos y quemados por las hordas salvajes que perseguían el sueño desconocido de sus ilustres jefaturas. Todos rendidos a la épica y gloriosa narrativa imaginaria de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad. ¿Cuántos combatientes de uno y otro bando, cuántos ciudadanos cayeron en los cinco países sometidos a las guerras empeñadas por sus hombres y sus aliados para imponer el fin del dominio colonial y el dudoso comienzo de las repúblicas, tan imaginarias como las utopías que prometían? En la invidente memoria de Jorge Luis Borges resuenan los combates de las caballerías, el fragor seco y chispeante de los cascos y el ruido silencioso de los sables que se afilan trenzados en una feroz carnicería que tiene lugar en ese tiempo detenido en los gélidos y escarpados pasillos andinos de Junín y Ayacucho.
Poco tiempo después del fulgor de esas batallas, en Quito, Ecuador, mientras detiene el curso de su incansable activismo revolucionario para responder su nutrida correspondencia –son miles las cartas que dictara a sus secretarios o escribiera de su puño y letra, dejando el testimonio de su incansable quehacer y sus gigantescas preocupaciones, pues se había echado literalmente un mundo encima– escribe un artículo para un periódico ecuatoriano dando cuenta de la situación al día de las repúblicas independizadas. Lo tituló “Una visión de la América española”, ocultando su autoría para expresarse con total libertad y no herir susceptibilidades. El panorama que describe es apocalíptico. Su síntesis, a meses de su agravamiento y muerte, de una objetividad estremecedora: “Empezaremos este bosquejo por la República argentina, no porque se halle a la vanguardia de nuestra revolución, como lo han querido suponer con sobra de vanidad sus mismos ciudadanos, sino porque está más al sur, y al mismo tiempo presenta las vistas más notables en todo género de revolución anárquica…Los pueblos se armaban recíprocamente para combatirse como enemigos: la sangre, la muerte y todos los crímenes eran el patrimonio que les daba la federación combinada con los apetitos desenfrenados de un pueblo que ha roto sus cadenas y desconoce las nociones del deber y del derecho, y que no puede dejar de ser esclavo sino para hacerse tirano…Seamos justos, sin embargo, con respecto al Río de la Plata. Lo que acabamos de referir de su país no es peculiar de este país: su historia es la de la América española. Ya veremos los mismos principios, los mismos medios, las mismas consecuencias en todas las Repúblicas, no difiriendo un país de otro sino en accidentes modificados por las circunstancias, las cosas y los lugares.(1)
¿Para obtener esos efectos haber derribado tres siglos de implantación colonial y desarrollo de una cultura que había echado raíces y cosechado maravillosos frutos? Veamos: “En ninguna parte las elecciones son legales: en ninguna se sucede el mando por los electos según la ley. Si Buenos Aires aborta un Lavalle, el resto de la América se encuentra plagado de Lavalles. Si Dorrego es asesinado, asesinatos se perpetran en México, Bolivia y Colombia…Si Puyrredón se roba el tesoro público, no falta en Colombia quien haga otro tanto. Si Córdoba y Paraguay son oprimidos por hipócritas sanguinarios, el Perú nos ofrece al general La Mar cubierto con una piel de asno, mostrando la lengua sedienta de sangre americana y las uñas de un tigre. Si los movimientos anárquicos se perpetran en todas las provincias argentinas, Chile y Guatemala nos escandalizan de tal manera que apenas nos dejan esperanzas de calma. Allá Sarratea, Rodríguez, Alvear, fuerzan su país a recibir bandidos en la capital con el nombre de libertadores; en Chile, los Carrera y sus secuaces cometen actos semejantes en todo. Freire, Director, destruye su propio gobierno y constituye la anarquía por incapacidad para mandar; y por lograrlo, comete con el Congreso violencias extremas… ¿Y cuál es el atentado de que es inocente Guatemala? Se despojan las autoridades legítimas, se rebelan las provincias contra la capital; se hacen la guerra hermanos con hermanos (por lo mismo que los españoles les habían ahorrado ese azote), y la guerra se hace a muerte; las aldeas se baten contra las aldeas; las ciudades contra las ciudades, reconociendo cada una su gobierno y cada calle su nación. ¡Todo es sangre, todo espanto en Centroamérical" (2)
Lo escribe y no se cree, como si él no hubiera sido el principal responsable de ese delirante viaje al corazón de las tinieblas. “He arado en el mar”, confesaría luego y en un alarde de sublime irresponsabilidad recomendaría que quien no soportara las tiranías que él mismo había invocado mejor haría en salir huyendo. ¿Para eso la Independencia, para salir huyendo? Los últimos coletazos de sus delirios, que lúcido y extraordinariamente talentoso como fuera supo predecirlos con lacerante premonición –“Si algunas personas interpretan mi modo de pensar y en él apoyan sus errores, me es bien sensible, pero inevitable: con mi nombre se quiere hacer en Colombia el bien y el mal, y muchos lo invocan como el texto de sus disparates…”, le escribiría al joven Antonio Leocadio Guzmán desde Popayán, el 6 de diciembre de 1829, a un año de su muerte– han obligado a 4 millones de venezolanos a seguir su consejo. Esas personas, Chávez y una Venezuela enloquecida, han hecho de nuestro país un pantano de iniquidades. Todo en su nombre, el sagrado nombre de Bolívar.(3)
(1) Una visión de la América española, en Simón Bolívar, Doctrina del Libertador, págs. 280. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1976.
(2) Ibídem.
(3 ) Simón Bolívar. Obras completas, Tomo II, Págs. 836 y 837. La Habana, Cuba, 1947
La maldición de Bolívar. Tercera parte
Antonio Sánchez García
El Nacional 04 DE FEBRERO DE 2018
Continúa Bolívar su descarnada descripción de los indeseables resultados de la emancipación en un artículo publicado por un medio quiteño, refiriéndose a sí mismo en tercera persona. Es un recurso estilístico. El autor es, indudablemente, el propio Libertador y así figura en el Tomo XIII de los Documentos para la historia de la vida pública del Libertador de Colombia, Perú y Bolivia, publicados en Caracas en 1877 por José Félix Blanco y Ramón Azpúrua, documento N° 4168, pp 493 a 497. Y, en términos generales, sus reflexiones y reproches, su hondo pesimismo sobre el curso político de la región y sus casi inexistentes esperanzas de que se logre enmendar el rumbo de las repúblicas, que ve hundidas en el pantanal de horribles iniquidades y desastres volverán a repetirse, aún más acerbas, en sus escritos posteriores, a pocos días de su muerte, como la carta que le dirige al general Juan José Flores, presidente de Ecuador, desde Barranquilla, un año y medio después, el 9 de noviembre de 1830.
“Aunque es cierto que en Buenos Aires los magistrados suelen no durar tres días, también lo es que Bolivia acaba de seguir este detestable ejemplo”–
continúa relatando en su Visión de la América española. “Se había separado apenas el ilustre Sucre de este desgraciado país, cuando el pérfido Blanco toma por intriga el mando, que pertenecía de derecho al general Santa Cruz, sin permanecer en él cinco días, es preso y muerto por una facción, a este sucede un jefe legítimo, y a Velazco sucede nuevamente Santa Cruz, teniendo así la infeliz Bolivia cuatro jefes distintos en menos de dos semanas. ¡El Bajo Imperio solo presentaría tan monstruosos acontecimientos para oprobio de la humanidad”.
Ni se imaginaba Bolívar que su amado compañero de armas y afanes, su mano derecha, el Gran Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre, sería asesinado como producto de una conspiración en Berruecos un mes después. ¿Más prueba del apocalipsis que ambos habían contribuido a desatar lanzando esas provincias al fuego devastador de la guerra en las otrora apacibles colonias españolas?
Mayor razón hubieran tenido sus quejas por los desastres de su guerra si se hubiera imaginado tan cruento desenlace para el venezolano que más apreciara. Lo había presagiado en toda su crudeza en el documento terminal que comentamos: “No hay buena fe en América, ni entre las naciones. Los trabajos son papeles; las Constituciones, libros; las elecciones, combates; la libertad, anarquía; y la vida un tormento”.
“Esta es, americanos, nuestra deplorable situación. Si no la variamos, mejor es la muerte: todo es mejor que una lucha indetenible, cuya indignidad parece acrecer por la violencia del movimiento y la prolongación del tiempo. No lo dudemos: el mal se multiplica por momentos amenazándonos con una completa destrucción. Los tumultos populares, los alzamientos de la fuerza armada, nos obligarán al fin a detestar los mismos principios constitutivos de la vida política. Hemos perdido las garantías individuales, cuando por obtenerlas perfectas habíamos sacrificado nuestra sangre y lo más precioso de lo que poseíamos antes de la guerra; y si volvemos la vista a aquel tiempo, ¿quién negará que eran más respetados nuestros derechos? Nunca tan desgraciados como lo somos al presente. Gozábamos entonces de bienes positivos, de bienes sensibles: en tanto que en el día la ilusión se alimenta de quimeras; la esperanza, de lo futuro; atormentándose siempre el desengaño con realidades acerbas” (1)
El colombiano Pedro de Urquinaona y Pardo presentaría en Madrid, en 1820, vale decir ocho años antes de las lamentaciones de Bolívar en añoranza de los últimos tiempos coloniales, desencajados y destruidos por la revolución, su revolución, el siguiente recuento de la realidad: “Desde la época del comercio libre establecido por el reglamento del año 1778 empezó a prosperar la agricultura, de manera que en 1809, tan lejos de necesitar ya la provincia el situado de 200.000 pesos fuertes con que antes era socorrida por la tesorería del reino de México, vio salir de sus puertos 140.000 fanegas de cacao, 40.000 quintales de café, 20.000 de algodón, 50.000 de carne salada, 7.000 zurrones de añil, 80.000 cueros de reses mayores, 12.000 mulas, novillos y otros frutos y efectos territoriales, cuyo valor ascendía a 8 millones de pesos, dejando millón y medio de producto de las aduanas y muy cerca de 2 millones con el aumento de los derechos e impuestos del giro anterior. Los labradores, que forman la masa común de los habitantes, estaban acostumbrados a recibir en sus casas 20, 25, 30 y hasta 52 pesos fuertes por cada fanega de cacao. El precio del café había sido antes de la revolución de 18 a 20 pesos el quintal. Los añiles, según sus clases, aventajaron a los de Guatemala en los ahorros de su conducción a las plazas europeas; y así progresaban las sementeras. Los comerciantes sobre sus propias negociaciones, contaban con el ramo útil y seguro de las consignaciones de Cádiz, Veracruz, etc., sacando ventajas tan conocidas que podía decirse sin exageración que los negociantes de la península, de Nueva España y aún los extranjeros, eran feudatarios de la agricultura y de la industria de Venezuela. Los efectos del consumo territorial, esto es, los que servían de alimento a la mayor parte de la población, se hallaban con abundancia y a precios equitativos. El número se aumentaba en razón de las exportaciones. Los gastos públicos reducidos a sostener un corto número de militares y empleados civiles salían de las aduanas y rentas estancadas. Nadie era molestado en disponer de sus propiedades. La libertad civil era respetada, y protegida la seguridad individual a pesar de los vicios inherentes a todo gobierno de la especie humana”.
Imposible no recordar las palabras del político español Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas, cuando veinte años después, en un recordado discurso en las cortes denunciando los desastres de la revolución europea del 48 y anticipando los totalitarismos dictatoriales del siglo por venir afirmase: “Véase, pues, aquí la teoría del partido progresista en toda su extensión: las causas de la revolución son, por una parte, la miseria; por otra, la tiranía. Señores, esa teoría es contraria, totalmente contraria a la historia. Yo pido que se me cite un ejemplo de una revolución hecha y llevada a cabo por pueblos esclavos o por pueblos hambrientos. Las revoluciones son enfermedades de los pueblos ricos: las revoluciones son enfermedades de los pueblos libres. El mundo antiguo era un mundo en que los esclavos componían la mayor parte del género humano; citadme cuál revolución fue hecha por esos esclavos”. Perfectamente consciente de que la revolución independentista no había sido hecha por pueblos miserables, hambrientos ni esclavizados, continúa su apasionada arenga como si estuviese refiriéndose a la que iniciara Bolívar en la América española: “Las revoluciones profundas fueron hechas siempre por opulentísimos aristócratas…el germen de las revoluciones está en los deseos sobreexcitados de la muchedumbre por los tribunos que la explotan y benefician. Y seréis como los ricos; ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases medias contra las clases nobiliarias. Y seréis como los reyes; ved ahí la fórmula de las revoluciones nobiliarias contra los reyes. Por último, señores, y seréis a manera de dioses; ved ahí la fórmula de la primera rebelión del hombre contra Dios. Desde Adán, el primer rebelde, hasta Proudhon, el último impío, esa es la fórmula de todas las revoluciones” (2)
Del desolador panorama descrito por el principal ductor y líder de las guerras de emancipación y la constitución de las repúblicas independientes, poco cabe que agregar tras un balance tan demoledor. Para Bolívar, el más aristócrata de los rebeldes y el más rico de los venezolanos de su tiempo, si se es fiel a sus palabras, corresponde con total pertinencia considerar que esa revolución, un magma volcánico caído sobre la América española con tal cúmulo de desastres, simplemente no había valido la pena. ¿La valió en Venezuela, que atravesaría el siglo consumida por sus revoluciones y guerras civiles sobre cuyo balance debemos coincidir con el historiador Luis Level de Goda, que escribiese en su obra Historia constitucional de Venezuela: “Las revoluciones no le han hecho bien alguno a Venezuela…no han producido sino el caudillaje más vulgar, gobiernos personales y de caciques, grandes desórdenes y desafueros, corrupción y una larga y horrenda tiranía, la ruina moral del país y la degradación de un gran número de venezolanos”. Su conclusión no se aparta del balance de Bolívar, a 63 años de su muerte: “La historia contemporánea de Venezuela es triste y dolorosa en extremo: no debe llevarse a mala parte este aserto, ni juzgárseme mal por ello”. (3)
(1) Op. Cit., Págs. 280 ss.
(2) Juan Donoso Cortés, Obras, Tomo II, pp. 193 ss. Biblioteca de Autores Cristianos, pág. 193. Madrid, 1946.
(3) Luis Level de Goda, Historia constitucional de Venezuela, Tomo Primero, Caracas, 1954, págs. XIV y XV
https://youtu.be/a8hNoq6YtgA
De la Serie "Un Enigma llamado Bolívar" el misterio sobre los huesos contenidos en el Panteón Nacional, que fueron exhumado el 16 de julio del 2010, para hacer las pruebas de ADN y verificar si pertenecen a Simón Bolívar, ya que estos huesos sufrieron todo tipo de profanaciones, terremotos, rayos y robo, tal cual se muestra en este vídeo
La maldición de Bolívar. Cuarta parte
Antonio Sánchez García
El Nacional 05 DE FEBRERO DE 2018
Ud. sabe que yo he mandado 20 años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1º) La América es ingobernable para nosotros, 2º) El que sirve una revolución ara en el mar. 3º) La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4º) Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. 5º) Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. 6º) Si fuera posible que una parte volviera al caos primitivo, este sería el último período de la América”
El hecho más destacado de ese siglo XIX venezolano e independiente, dominado por caudillos de montoneras, dictadores y tiranuelos, surgidos del fondo de la tierra, forjados en la guerra y premiados con el poder de sus regiones, haciendas y parcelas fue la Guerra Federal o Guerra Larga, que se prolongó desde 1858 hasta 1863, y culminara con la práctica extinción de la aristocracia mantuana y la inexistencia de una burguesía nacional, emprendedora y liberal, tampoco deja un balance del que sus protagonistas puedan sentirse orgullosos: “El triunfo de la revolución Federal, después de cinco años de lucha tenaz y sangrienta, de inmensos sacrificios y de infinidad de combates cuyo número es imposible fijar con acierto; revolución que, puede decirse, vivió y tuvo su asiento en los campos y en los montes, mal dirigida y peor conducida, llevó a la superficie social y a los más altos puestos públicos un elemento bárbaro de Venezuela con menosprecio de los liberales más notables y de saber”.
De esta apreciación de Level de Goda ni siquiera se salva el principal beneficiario de los espantosos desastres de esa guerra, el Ilustre Americano, Antonio Guzmán Blanco, hijo de Antonio Leocadio, el joven corresponsal caraqueño de Bolívar desde Popayán, que a los desastres causados por las guerras de Independencia, la disgregación, el caos y la anarquía, viene a sumarle el principal atributo republicano de un extremo al otro de la América republicana, la corrupción generalizada y que en la Venezuela bolivariana de hoy alcanza ribetes legendarios: “Desde entonces, dicho elemento” –la barbarie, sociológica y políticamente disfrazada de “pardocracia”– “ha venido pesando poderosamente en los destinos de la nación; y, dominando, con grandes influencias en las localidades y hasta en la capital; natural era que el desgobierno, los desórdenes y la anarquía creciesen con rapidez en todo el país, como sucedió, a la sombra del jefe del gobierno, mariscal Juan C. Falcón, y de su segundo, consejero íntimo, general Antonio Guzmán Blanco, quien se esforzaba a fin de que el mariscal no tuviese a su lado hombres de saber, de administración y de altas condiciones sociales, para no ser rivalizado en el ánimo de Falcón…En los siete años que gobernó entonces el general A. Guzmán Blanco, no solo ejerció la más horrible de las tiranías, sino que especuló de tal manera con las rentas nacionales, en sus distintos ramos, que cuando se retiró del país en 1877 había aumentado su fortuna, ya cuantiosa, con algunos millones de pesos; de tal manera que, en carta escrita y publicada por él en enero de 1879 y dirigida al general J. M. Aristeiguieta, consignó esta frase: ‘Mi fortuna es poco común en América’. Hizo de Venezuela su patrimonio y de los venezolanos sus vasallos.(1)
Murió Antonio Guzmán Blanco en París en 1899, a los 70 años, siendo uno de los hombres más ricos de Francia. Y, sin duda, el suramericano más rumboso y potentado de Europa. Serviría de modelo a la construcción literaria del personaje en las sombras de la novela Nostromo, del escritor Joseph Conrad, el dictador de Costaguana, Guzmán Bento (2). Usando las equivalencias monetarias de fines del siglo XIX señaladas en el prólogo a la biografía de Conrad, de John Stape, “Notas sobre la moneda”, puede deducirse el valor de las ganancias obtenidas por el joven Guzmán Blanco negociando en 1864 como encargado del general Falcón, de quien fuera ministro de Relaciones Exteriores y de Hacienda, un empréstito por millón y medio de libras esterlinas, prácticamente único beneficiario, pues su 4% de comisión, convertidos en 60.000 libras esterlinas contantes y sonantes, constituían una cuantiosa fortuna de varios cientos de millones de dólares, que pudieron servirle de base para acrecentar su ya gigantesca fortuna. Valga el ejemplo dado por Stapes: tomando en consideración todas las variables económicas, desde el PIB a los efectos inflacionarios: 2.700 libras de 1910 equivaldrían en 2005 a la bicoca de 973.000 libras esterlinas. ¿Cuánto valdrían 600.000 libras de 1864? (3)
El mensaje final de Simón Bolívar a la que consideraba su verdadera patria, la Gran Colombia, ese balance testamentario de veinte interminables años de feroces combates, deslumbrantes victorias y amargas decepciones, no pudo tener tintes más trágicos y desesperados: “¡Colombianos! Mucho habéis sufrido, y mucho sacrificado sin provecho, por no haber acertado en el camino de la salud. Os enamorasteis de la libertad, deslumbrados por sus poderosos atractivos; pero como la libertad es tan peligrosa como la hermosura en las mujeres, a quienes todos seducen y pretenden, por amor, o por vanidad, no la habéis conservado inocente y pura como ella descendió del cielo…Todo ha sido en este período malhadado, sangre, confusión y ruina: sin que os quede otro recurso que reunir todas vuestras fuerzas morales para constituir un gobierno que sea bastante fuerte para oprimir la ambición y proteger la libertad. De otro modo seréis la burla del mundo y vuestra propia víctima”.
Cabe hacer, en el balance de estos dos siglos transcurridos, ¿quiénes y en qué naciones siguieron la admonición y se dejaron gobernar por hombres capaces de construir y mantener “gobiernos suficientemente fuertes como para oprimir la ambición y proteger la libertad”? Por lo demás, ¿cómo conciliar la libertad oprimiendo la ambición? ¿No es la democracia republicana a la que él aspiraba el derecho de todos no solo a cultivar la ambición de poder, sino a conquistarlo mediante la razón, la fuerza o el engaño, base de la demagogia, inevitable atributo democrático? Un tema jamás desvelado: ¿era Bolívar un demócrata o un monárquico? ¿Un autócrata antipartidos o un tribuno asambleario que apuntara a la “democracia directa” de su último bastardo?
“¡Oigan! ¡Oigan! El grito de la patria los magistrados y los ciudadanos, las provincias y los ejércitos para que, formando todos un cuerpo impenetrable a la violencia de los partidos, rodeemos a la representación nacional con la virtud de la fuerza y las luces de Colombia”. El año que transcurriera desde esa admonición a la misiva que le dirigiese desde Barranquilla el 9 de noviembre de 1830 al general J. J. Flores demuestran que si había imperado la fuerza, las luces habían sido extremadamente escasas. “Los pueblos” –le escribió sumido en el desánimo pero ahíto de siniestros presagios– “son como los niños que luego tiran todo aquello por lo que han llorado. Ni Ud. ni yo, ni nadie sabe la voluntad pública. Mañana se matan unos a otros, se dividen y se dejan caer en manos de los más fuertes o más feroces… ¡Qué hombres! Unos orgullosos, otros déspotas y no falta quien sea también ladrón; todos ignorantes, sin capacidad alguna para administrar”. ¿No es una radiografía anticipada en 200 años de la situación que hoy vive su patria escarnecida, como si desde entonces no se hubiera movido una hoja en la tormentosa Venezuela?
Su último balance es desolador: “Ud. sabe que yo he mandado 20 años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1º) La América es ingobernable para nosotros, 2º) El que sirve una revolución ara en el mar. 3º) La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4º) Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. 5º) Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. 6º) Si fuera posible que una parte volviera al caos primitivo, este sería el último período de la América”.
En el colofón de ese trágico balance ya se esboza el epitome de la estafa de sus adoradores, la Venezuela chavista: “La súbita reacción de la ideología exagerada va a llenarnos de cuantos males nos faltaban o más bien los va a completar. Ud. verá que todo el mundo va a entregarse al torrente de la demagogia y ¡desgraciados de los pueblos! Y ¡desgraciados de los gobiernos!”. Y su arrepentimiento final: “Ud. puede considerar si un hombre que ha sacado de la revolución las anteriores conclusiones por todo fruto tendrá ganas de ahogarse nuevamente después de haber salido del vientre de la ballena: esto es claro”. Sin ninguna duda, a estas alturas hubiera preferido permanecer en ella.
(1) Ibídem, XXIII.
(2) "Uno de los tíos de Carlos Gould había sido presidente electo de la misma provincia de Sulaco (llamada a la sazón Estado) en los tiempos de la Federación, y más tarde había muerto fusilado, de pie junto al muro de una iglesia, por orden del bárbaro general unionista Guzmán Bento. Era este el Guzmán Bento que, habiendo llegado a ser después presidente perpetuo, famoso por su implacable y cruel tiranía, alcanzó su apoteosis en la leyenda popular de Sulaco…” Joseph Conrad, Nostromo.
(3) John Stape, Las vidas de Joseph Conrad, Lumen, Barcelona, 2007.
La maldición de Bolívar. Quinta parte
Antonio Sánchez García
El Nacional 13 DE FEBRERO DE 2018
“Ardua y grande es la obra de constituir un pueblo que sale de la opresión por medio de la anarquía y de la guerra civil, sin estar preparado previamente para recibir la saludable reforma a la que aspiraba” – expresa Simón Bolívar en su mensaje al Congreso reunido en Bogotá el 20 de enero de 1830. Mentía. O, como suele hacer el político al expresar su verdad a la opinión pública, desvelaba sólo una parte de la verdad. El pueblo venezolano no estaba oprimido. Quien si lo estaba, por lo menos en cuando a sus aspiraciones de controlar el poder, económico, en primer lugar, político, de seguidas, al que la corona lo coartaba, era el mantuanaje, su clase. Sin por ello coartar las fuentes de todo poder, el dinero. Como hemos visto, su verdadera apreciación de lo perdido con la guerra era diametralmente distinta. Pero no puede expresarlo en la tribuna pública sin despertar el desconcierto y el rechazo. Expresa con ello la profunda tragedia de su vida. Había ganado la guerra de las armas, a un precio devastador en vidas y haberes, en civilización y cultura – el atropello de tres siglos de tenaz y ciclópea implantación colonial, que en Venezuela ya comenzaba a dar sus frutos económicos y sociales, y los ingentes esfuerzos por crear una nueva cultura, que lo había enajenado políticamente de Venezuela, su Patria, apartado de un manotazo del Poder por la conspiración de la Cosiata y el liderazgo de José Antonio Páez. A cuyos asociados es imposible negarles la razón que los movía: ¿No debía estar en primer lugar la liberación y emancipación de Venezuela que la del resto de las sociedades americanas, dado el caudal de sangre, vidas y bienes aportados, así dicha liberación conllevara la necesidad y la urgencia de batirse continentalmente? ¿No se la marginaba objetivamente del eje del poder político, quedando en la periferia de la Gran Colombia, hecho consagrado y entronizado por las preocupaciones continentales del prócer caraqueño? Cabe reflexionar sobre el extremado autocratismo y personalismo del decisionismo del prócer. Y preguntarse si era posible un mando de la guerra y la política repartido en un conglomerado de factores de poder.
Tampoco la revolución americana, a un siglo de la comunista soviética, podía sobrevivir si se libraba “en un solo país”. La naturaleza imperial del poder colonial no permitía una desmembración de las provincias. Por más desmembradas que ellas, en razón de las peculiares características del territorio, objetivamente, estuvieran. Fue la contradicción que terminó por desangrarlo a él y a su obra. Estaba moribundo, arruinado y los enemigos que se habían hecho con el poder de Venezuela llegaron al extravío de prohibirle el regreso. Había perdido la verdadera guerra: no sólo derribar “l’ancienne regime”, el viejo régimen colonial, obra que la historia demuestra ser muchísimo menos ardua y difícil que construir y suplantarlas con nuevas y originales Instituciones, con el enorme inconveniente de que debían montarse sobre las ruinas dejadas por la conflagración. Al final de sus días comprobaba que había perdido la guerra propiamente política: institucionalizar la revolución, construir Repúblicas. Las condiciones, como él mismo lo reconociera, no estaban dadas. Las guerras de Independencia que él y los suyos iniciaran incendiando la región desde el Caribe a la Patagonia habían sido un salto al vacío. Era, en rigor, el conocimiento que Miranda había avizorado en los pocos meses en los que debió encargarse de la guerra, que lo obligan a capitular ante Monteverde y a buscar un respiro postergando la embestida dos décadas antes, en los albores de la catástrofe. Para evitar tanta tragedia y tanta sangre derramada. Ese pueblo de indios, negros, mestizos, zambos y blancos de orilla, manejados despóticamente por sus amos, el mantuanaje, convertidos luego, en la Venezuela independiente por efecto de su obra, en la pardocracia gobernante, ni estaba preparado para adelantar las reformas que la élite aristocrática caraqueña se había propuesto para tomar el control de sus naciones ni muchísimo menos para adelantar una guerra contra los ejércitos profesionales llegados desde la Península luego de batallar en las guerras napoleónicas, para volver a poner las cosas en orden. La capitulación se le hizo perentoria. A Miranda, precisamente el discriminado por su origen non sancto.
La ruptura de los dos héroes de la revolución independentista es el parricidio originario de la independencia venezolana. Un hecho de resonancias bíblicas que macula la saga libertadora con tintes sombríos. Si se descuenta la eterna duda sobre las circunstancias en que muere Ezequiel Zamora, diluyendo la sombra que proyecta el papel jugado por su discípulo Guzmán Blanco, que lo acompaña en la batalla de Santa Inés en la soledad del trance, medio siglo después se verifica la traición de Juan Vicente Gómez a su compadre Cipriano Castro, al que le arrebata el poder de la manera más aviesa. ¿No es, finalmente, la traición que sombrea un siglo después sobre la figura de Carlos Andrés Pérez?
Bolívar acababa de vivir la insoportable humillación, él que colmado de petulancia y ambición ya anidaba pretensiones napoleónicas, de ser derrotado en toda la línea en su bautismo de guerra: el comando de las tropas a cargo de la defensa del Fuerte San Felipe, en Puerto Cabello. Un cargo honroso y de altísima responsabilidad que le otorgara Miranda en clara prueba de su afecto y predilección, pues la plaza era de primerísima importancia. Constituía el límite divisorio entre los ejércitos en guerra. Para el que el joven y ambicioso Bolívar, como debió reconocerlo de un sólo golpe, no contaba por entonces con los suficientes conocimientos, la más mínima experiencia militar y la menor capacidad organizativa. Obligado a huir de la plaza perdida, lo hace embarcándose en el último minuto, en la mayor ruina y desesperación. Rememora la ocasión en un informe que no predice en absoluto la infinita grandeza militar de la que llegara a ser capaz con el curso de los años. El 12 de julio, a una semana de los hechos, le escribe al Generalísimo: “Mi general: Después de haber agotado mis esfuerzos físicos y morales ¿con qué valor me atreveré a tomar la pluma para escribir a Vd. habiéndose perdido en mis manos la plaza de Puerto Cabello? Mi corazón se halla destrozado con este golpe aún más que el de la provincia…Mi general, mi espíritu se halla de tal modo abatido que no me siento con ánimo de mandar un solo soldado; mi presunción me hacía creer que mi deseo de acertar y mi ardiente celo por la patria, suplirían en mi los talentos de que carezco para mandar. Así que ruego a Vd., o que me destine a obedecer al más ínfimo oficial, o bien que me dé algunos días para tranquilizarme, recobrar la serenidad que he perdido al perder a Puerto Cabello…Yo hice mi deber, mi general, y si un soldado me hubiese quedado, con ese habría combatido al enemigo; si me abandonaron no fue por mi culpa. Nada me quedó que hacer para contenerlos y comprometerlos a que salvaran la patria; pero ¡ah! “esta se ha perdido en mis manos”. Una disculpa llena de contradicciones y medias verdades. Bolívar, el héroe, aún estaba en pañales. Desde entonces, la máxima aspiración de un político venezolano, las más de las veces incumplida, es que la patria no se pierda en sus manos. Ciento ochenta años después y en las postrimerías de la democracia conquistada a la caída de la penúltima dictadura, todos los políticos las unieron para perderla.
Dos días después vuelve a escribirle para entregarle su informe oficial del desastre. Ha descendido al grado cero de su carrera heroica. Lo hace en los mismos términos de insoportable minusvalía existencial, a una cósmica distancia del orgullo, la fe y la confianza en si mismo con los que desprecia y conmina a rectificar a quienes se han entregado casi con lujuria al caos, a la anarquía y el abuso, a la inmoralidad y la concupiscencia con las fuerzas de la disgregación, expresadas en su artículo sobre la situación de las repúblicas independientes, veinte años después. Y le dice: “Lleno de una especie de vergüenza me tomo la confianza de dirigir a usted el adjunto parte, apenas en una sombra de lo que realmente ha sucedido. Mi cabeza, mi corazón no están por nada. Así suplico a usted me permita un intervalo de poquísimos días para ver si logro reponer mi espíritu en su temple ordinario. Después de haber perdido la última y mejor plaza del Estado, ¿cómo no he de estar alocado, mi general? ¡De gracia no me obligue usted a verle la cara! Yo no soy culpable, pero soy desgraciado y basta. En cuanto a mí” - le escribe en su informe a Miranda -, “yo he cumplido con mi deber; y aunque se ha perdido la plaza de Puerto Cabello, yo soy inculpable y he salvado mi honor; ojalá no hubiera salvado mi vida y la hubiera dejado bajo de los escombros de una ciudad que debió ser el último asilo de la libertad y la gloria de Venezuela.” La historia no permite el sofisticado rodeo filosófico del “como si”, pero cabe preguntarse por el destino de nuestra América si se hubiera cumplido su deseo y hubiera encontrado la muerte, poniendo fin a su breve aparición en los fastos que lo llevaron a la posteridad. ¿Se hubiera evitado la tragedia que aún nos abruma?
Julio de 1812 es el mensis horribilis, el mes horrible de la tragedia mirandina. Comienza lo que Salvador de Madariaga llama el Nadir del genio venezolano. Bolívar ha sido derrotado de manera ominosa en Puerto Cabello el 30 de junio, dejando la vía expedita para que las tropas de Monteverde avancen hacia la capital. Los hechos se precipitan para las abatidas fuerzas rebeldes. Los restos del Estado independiente recién en formación se ven acosados por las tropas realistas por el occidente, ya abierta la vía de Puerto Cabello, y amenazados por la abierta barbarie de motines y rebeliones inminentes traídas a Caracas por los esclavos barloventeños favorables a la Corona, por el oriente. Cunde la desesperación en las clases pudientes que pueblan Caracas y han sobrevivido al terrible terremoto de Caracas. No parece haber otra salida que la capitulación. Se discute a partir del 17 de julio, se la aprueba y se firma final y definitivamente el 24 de dicho mes. Desbarrancada la Primera República o Patria Boba, Miranda opta por salir de Venezuela. Se dirige a La Guaira, en donde acepta la invitación que le cursa el gobernador, Manuel de las Casas, para que, en lugar de proceder a embarcarse de inmediato, a lo que lo insta el capitán del Sapphire, temiendo una conspiración contra el precursor de parte de quienes parecían acompañarle. A juzgar por su reposado comportamiento no parecía estar huyendo ni temer por su vida; se retiraba del campo de batalla tras una aplastante derrota. Y empapado de cortesanía dieciochesca cree que los acuerdos alcanzados con Monteverde serán impecablemente respetados. Prueba concluyente de que el Precursor pertenecía a una época definitivamente periclitada. Mientras Bolívar estaba a punto de demostrar que transitaba definitivamente a los nuevos tiempos, los de la Guerra a Muerte. El fin justificaría sus medios.
La ingenuidad de Miranda constituye prueba indubitable de que confiaba en la justeza de su proceder y la nobleza de su comportamiento. Fue su perdición. El dolorido coronel que hacía dos semanas se postrara a sus pies reclamando el perdón por su grave responsabilidad en la pérdida del más importante bastión que le restaba a la República, lo apresa en medio de la noche, asaltando su morada, insta a su fusilamiento sumario y, salvado el Generalísimo por la piedad de los compañeros de Bolívar, lo entrega en un acto de vil traición, a las victoriosas fuerzas españolas. Esa entrega marcó el fin de la Patria Boba y, en rigor, si bien metafóricamente, el fin de todo un ciclo histórico de la Venezuela caballeresca, casi feudal. Conduciría al dilatado encierro de Miranda y su muerte en La Carraca. Permitiéndole al joven y abrumado Simón Antonio salvar su vida, obtener un pasaporte de las autoridades españolas y embarcarse para salir de Venezuela y proceder a dar inicio a la segunda parte de su vida. La más honrosa. Jamás se refirió al hecho, él, un hombre que dejara uno de los más cuantiosos legados de escritos y documentos de la más variada índole. ¿Qué lo indujo a cometer un acto de tal vileza, y ocultar las razones? La respuesta de Miranda da acabada cuenta del lado del que estaba, en esa trágica circunstancia, la grandeza: “Mi querido Bolívar: Por su oficio del 1 del corriente me he impuesto del extraordinario suceso ocurrido en el castillo de San Felipe. Esto hace conocer a los hombres. Espero con ansia nuevo aviso de Usted, y mañana le escribiré con más extensión.” Una lección de caballerosidad pronto pisoteada por la brutalidad de la guerra.
La maldición de Bolívar: La dictadura
Antonio Sánchez García
El Nacional 25 DE FEBRERO DE 2018
La palabra dictador tiene, en Bolívar, resonancias magníficas. “Todos los departamentos del Sur me han aclamado dictador; puede ser que todo Colombia haga otro tanto, y entonces el camino se ha franqueado infinitamente más de lo que yo esperaba”, le escribe al Gran Mariscal Andrés de Santa Cruz desde Guayaquil, el 14 de septiembre de 1826, mientras se dirigía a resolver los problemas surgidos en Venezuela con la insubordinación del general Páez y la insurrección de Valencia, primera gran fractura de su proyecto histórico.
Sus palabras indican que para el Libertador la dictadura era un régimen de gobierno perfectamente legítimo y beneficioso que permite el dominio de una personalidad carismática y poderosa, situada muy por encima de sus semejantes y capaz, así como dispuesto, a echarse sobre sus hombros la responsabilidad por el mantenimiento del orden y la estabilidad institucional de las repúblicas en tiempos de inestabilidad política.
“La dictadura” dirá dieciséis años después en un discurso en las cortes españolas el diplomático y político conservador Juan Donoso Cortés “en ciertas circunstancias dadas, en circunstancias como las presentes, es un gobierno legítimo, es un gobierno bueno, es un gobierno provechoso, como cualquier otro gobierno; es un gobierno racional, que puede defenderse en la teoría, como puede defenderse en la práctica. Y si no, señores, ved lo que es la vida social”.
Seguía el acierto del Senado romano al salvar la República mediante el expediente de entregarle el poder pleno y absoluto, en dos ocasiones, aunque limitado a seis meses, al ex senador Cincinato, retirado de sus ocupaciones públicas para ocuparse en sus labores de labranza. Mucho más aún si se trata de darle consistencia legal y densidad orgánica a una sociedad recién independizada políticamente, sin ninguna tradición republicana y democrática, aún en pañales. Ante los nubarrones que se le presentan a su utopía emancipadora cuenta con una inmensa, una cesariana confianza en sí mismo: ante los desacuerdos de los partidos “no habría ninguna esperanza de acuerdo pacífico si yo no me presentara allí. Afortunadamente yo soy el punto a donde vienen a reunirse todos los partidos, todos los intereses y todos los deseos por opuestos que sean entre sí. Esta confianza me hace el árbitro y el componente de sus diferencias…De todos los puntos de la República he recibido invitaciones para ir a serenar la tempestad que los amenaza, poniendo todos sus destinos y su suerte en mis manos”.
La llamada Cosiata vendría a desmentirlo de manera trágica. Y a frustrar para siempre sus utópicas esperanzas. Sus empeños –obtener la independencia política de las provincias americanas respecto de la corona española– se habían logrado. Ahora comenzaba el caos, la disolución, la anarquía. Y su muerte
“La dictadura ha sido mi autoridad constante”, le escribe Bolívar a Santander el 14 de octubre de 1826, conmovido en medio de los graves sucesos de la separación de Venezuela de la Gran Colombia propiciada bajo el nombre de “reforma” por el general José Antonio Páez y la pardocracia oligárquica venezolana, y de “Cosiata”, por el habla popular, decidida a conquistar su autonomía al precio de una guerra civil. “Esta magistratura” –prosigue aclarando su concepto de dictadura– “es republicana; ha salvado a Roma, a Colombia y al Perú”. Para de seguidas expresar lo que siente verdaderamente del parlamentarismo, su antípoda: “Supongamos que un congreso se reuniera en enero ¿qué haría? Nada más que agriar los partidos existentes, porque a nadie satisfaría y porque cada uno traería sus pasiones y sus ideas”.
Para terminar expresando sin melindres lo que verdaderamente piensa del parlamentarismo: “Jamás un Congreso ha salvado a una República”. Piensa seguramente en el Congreso de Cariaco, que en su momento habrá representado para él todo lo que le provocaba animadversión, propiciado por el presbítero chileno Cortés de Madariaga y el procerato oriental, entre quienes se encontraba Mariño, uno de los promotores de la llamada Cosiata, “esa carrera indecente propiciada por Páez”. Es de esa naturaleza el mandato que se le concede, con los brazos abiertos, en las provincias del Sur, en Quito y en Guayaquil, en donde, además de aceptarse su propuesta constitucional –mezcla de monarquía y dictadura, de democracia plebiscitaria y poderes hereditarios– se le otorga el mandato presidencial. Lo que, de hecho, lo colma de satisfacción, como no se cansa de reiterarlo en la correspondencia que mantiene con los protagonistas de la crisis terminal del sueño grancolombiano.
Pero la América española ya sufre de lo que medio siglo después el hijo de su joven intermediario Antonio Leocadio Guzmán, el prócer liberal Antonio Guzmán Blanco compara con un cuero seco: se le controla por un extremo y se alza por el otro. Mientras el sur se entrega mansamente a los dictados de Bolívar y se postra ante Sucre, su delfín, el norte se rebela y amenaza con la disgregación, el caos, incluso la guerra civil. La Venezuela que ha abandonado a su suerte y a la que le ha negado las más mínimas atenciones en esos años dedicados a extender, mediante la Campaña del Sur, sus dominios hasta Perú y Bolivia, se aturde en su anarquía, pretende sacudirse el yugo que le impone el mismo Bolívar y Santander, su segundo, el vicepresidente, otorgándole un papel de segundona de la Gran Colombia.
Se extiende la rebelión a partir de la insurrección de Valencia, que sale en defensa del general Páez, convocado de urgencia a rendir cuentas ante el Senado de Cundinamarca por los problemas que ha causado su operación de recluta, aprestándose a sacudirse lo que considera un abuso insoportable, el dominio de Bogotá sobre Caracas. De Santander sobre Páez. Y de la oligarquía colombiana por sobre la nueva oligarquía venezolana. Son meses de angustia y desesperación, de preparativos bélicos, de rechazo frontal al Libertador que debe regresar a la carrera a poner las cosas en orden en Caracas. Si bien Bolívar retarda su llegada durante algunos meses para enfrentar la situación en condiciones más favorables. “Entre tanto continúa en todo su encono el partido de Páez contra el gobierno” –le escribe al general Andrés de Santa Cruz, el 5 de noviembre de 1826– “sin que en este laberinto de intereses y pasiones se entiendan unos con otros, ni sepa yo aun a que decidirme. En la duda la sabiduría aconseja la inacción, y éste es el partido que he seguido desde que pisé a Colombia; esta resolución me da la ventaja de poder obrar después con más acierto y conocer con más exactitud los intereses de esta querida patria que dejé joven, pero sana y robusta, y encuentro ahora flaca y llena de males. En este lamentable estado yo no se qué hacer y en la alternativa en que me encuentro el pueblo será mi guía”- Dictadura o nada. “¿Qué haría yo en medio de ese caos? Mi única resolución es pasar a Venezuela a terminar aquella disidencia y a preguntarle al pueblo lo que desea; lo mismo haré con toda la república, si toda ella me proclama dictador; y si no lo hace no admito mando ninguno, pues tengo demasiado buen tacto para dejarme atrapar por esos imbéciles facciosos que se llaman liberales”.
Por su parte le ha escrito el 8 de agosto al general Páez haciéndole ver la inmensa gravedad de la situación: “Los elementos del mal se han desarrollado visiblemente. Diez y seis años de amontonar combustibles van a dar el incendio que quizás devorará nuestras victorias, nuestra gloria, la dicha del pueblo y la libertad de todos. Yo creo que bien pronto no tendremos más que cenizas de lo que hemos hecho”. No le causó el menor efecto al segundo hombre de la guerra independentista venezolana, que estaba decidido a jugarse la vida por la independencia política de Venezuela y convertirse en el primer político de la república. Como en los hechos. Pero se va haciendo carne en él la decisión de apartarse definitivamente del poder. Le ha escrito el mismo 8 de agosto de 1826, a la contraparte del conflicto, el general Santander: “No creo que se salve Colombia con la constitución boliviana” –su postrer e inútil recurso– “ni con la federación ni con el imperio. Yo estoy mirando venir el África a apoderarse de la América y todas las legiones infernales establecerse en nuestro país…las costas van a dar la ley a esas pobres provincias de la sierra que no merecen ser víctimas de esas hordas africanas…pero lo serán. Mis temores son los presagios del destino; los oráculos de la fatalidad”.
La rebelión de Valencia se desata y amenaza con degradarse hasta provocar la guerra civil. El 1 de octubre, cinco meses después de declarada la rebelión y sin tener aún noticias de Bolívar, el árbitro de la circunstancia, los oficiales que obedecen las órdenes de Páez deciden respaldarlo ante las manifestaciones disidentes del coronel Felipe Macera y el Batallón Apure, reafirmando “que han decidido derramar hasta la última gota de su sangre en la defensa de la causa de la reforma…y declaramos y juramos que acompañaremos a S.E. el Jefe C. Y M. de Venezuela,” – José Antonio Páez – “y moriremos a su lado si fuera necesario en defensa de la causa de la reforma, porque no podríamos vanagloriarnos de haber librado al país de enemigos si quedásemos sin un Gobierno que administre sus necesidades, y sensible al rango que ocupa en este continente. Y con esta firme determinación lo prometemos y juramos por nuestro más sagrado honor y por nuestra espada. Caracas, 1 de octubre de 1826”. Si los paecistas ofrecen su sangre, Bermúdez, en Oriente, ofrece la suya, pero en defensa de la Constitución del 21: “consecuente con el juramento que he prestado de sostener la Ley Fundamental, derramaré mi sangre antes que permitir ninguna alteración por las vías de hecho que ella condena”. Es una declaración de guerra que amenaza con la guerra civil y desafía de una plumada la suprema autoridad del Libertador. El ciclo independentista ha llegado a su fin.
Puestas las cartas de la rebelión sobre la mesa, Bolívar no tendrá más remedio que ceder y dar por finiquitado su proyecto histórico. Incluso renunciar a la idea de la dictadura, su mejor carta, de la que le ha dicho a Santander el 19 de septiembre que “en esta confusión la dictadura lo compone todo porque tomaremos tiempo para preparar la opinión para la gran reforma de la convención del año 31, y en tanto calmamos los partidos de los extremos. Con las leyes constitucionales no podemos hacer más en el negocio de Páez que castigar la rebelión: pero estando yo autorizado por la nación lo podré todo.” Las hazañas de Bolívar han llegado a su fin.
Ya ni siquiera la dictadura le era posible: las cosas se le habían ido de las manos. En Venezuela y en el resto de América Latina. La Independencia de España, esa y solo esa había sido su obra. La construcción de las repúblicas quedaba entregada al arbitrio de las circunstancias, que como lo reconociera después, no eran halagüeñas. Estaba a punto de sufrir la primera y definitiva gran derrota política, de la que no se recuperaría jamás. Y para su inmensa desgracia se la infieren sus propios ejércitos en su propio país. Quien se enfrentaba a Bolívar era un hombre que si bien no disponía de un liderazgo ornado de los ribetes heroicos y míticos que ya acompañan a Bolívar, proclamado como el rey sin corona de unas repúblicas tambaleantes, dispone de tanta o mayor popularidad como para hacerle el pulso. Cuenta Ker Porter que el intendente de la provincia, Cristóbal Mendoza, al darle cuenta del acto del Cabildo en que se respaldara la decisión de Páez de negarse a presentarse en Bogotá para ser enjuiciado por el senado y le delegara el mando a Páez, no hacía más que reconocer un hecho palmario: la entrega del mando a Páez se debía “no solo al noble carácter del hombre, sino el hecho de que su popularidad e influencia sobre el pueblo de la provincia eran tan grandes, que sólo él era capaz de mantener el orden en la población y, por su autoridad, evitar ultrajes de las tropas u otras gentes mal dispuestas. Y agregó que sin duda alguna, si Páez hubiera persistido en ir a Bogotá después de renunciar a su mando, la mayor anarquía y el pillaje hubieran sido la consecuencia en toda Venezuela”.
La maldición de Bolívar: el Diario de Bucaramanga
Antonio Sánchez García
01 DE MARZO DE 2018 12:04 AM
A José Rafael Herrera
Los chavistas pueden decir misa: no hubo en el pensamiento o en la acción de Bolívar ni un atisbo de “revolución social”, ni un ápice de lucha de clases. Ni siquiera igualitarismo, como proclaman los historiadores de proveniencia marxista. Nadie más lejos que él de un teniente coronel inculto, zafio, felón y malhechor como Hugo Chávez Frías. De un frío asesino serial como el Che Guevara o de un calculador intrigante y desalmado como Fidel Castro. Como que Marx se vio en la obligación de tratarlo como a un aristócrata presumido, caprichoso, liviano de cascos y rumboso, carente de toda grandeza, mal soldado y caudillo de vieja hornada, sin ninguna trascendencia en la historia de la humanidad. Se equivocaba, pero tampoco le faltaban razones. Bolívar se había hecho a la vida como un señorito cortesano. Llevando a pesar de su extrema juventud y sus aires de privilegio un fondo espiritual profundo y creativo, osado y ambicioso, latino, hispano y magnífico, de cuyo rigor peninsular provenía su estirpe, que un observador alemán, judío emancipado y hegeliano como Marx, jamás hubiera comprendido. Es el contexto espiritual de la tragedia independentista, que nos signa hasta el día de hoy a todos los latinoamericanos.
De allí que ya comenzando a ser quien sería, el más grande de los nacidos en el continente en todos sus tiempos, sus hombres, desde Páez hasta sus generales y edecanes, lo trataran como a un emperador. Fue, se crió, vivió, amó y murió como un mantuano rico y poderoso, portentoso en ambiciones, culto como ningún otro político en la historia del siglo XIX venezolano, rico en hechos de armas y de amores, católico, apostólico, romano en la teoría y en la práctica, fiel a sus orígenes nobiliarios, observante y respetuoso de su formación religiosa hasta en los momentos de sus habituales calaveradas. Cuenta Luis Perú de Lacroix, primera víctima de la maldición de Bolívar, como que se suicidó en París en la mayor miseria y en la más absoluta pobreza siete años después de que muriera aquel de quien fuera el primer edecán, en su conmovedor Diario de Bucaramanga: “Hoy domingo (14 de mayo de 1828) el Libertador fue solo a misa, contra lo ordinario, porque siempre nos mandaba llamar para acompañarlo, cuando no estábamos en su casa. Desde que se halla en Bucaramanga no ha dejado un día de fiesta de ir a la iglesia, y el cura tiene destinado a un padrecito, muy expedito para decir la misa a la que asiste S.E. No hay hora fija para ella; antes o después del almuerzo, según quiere el Libertador; y esa misa es siempre muy concurrida, porque todos quieren ver a S.E.; vienen muchos campesinos con ese único objeto”.
Lector de la Enciclopedia y fiel producto del Siglo de las Luces, no dejó por ello de ser un mantuano caraqueño. Aristócrata y observante. Fiel a sus ancestros, a la nobleza y a la Iglesia. Figura más contradictoria, imposible. Que a pesar de todos los pesares, y según propia confesión por causa exclusiva de su temprana viudez, terminaría convertido en un gran guerrero y un político de fuste, es un hecho. “La muerte de mi mujer me puso muy temprano en el camino de la política; me hizo seguir después el carro de Marte en lugar de habérmelas con el arado de Ceres: vean, pues ustedes si influyó o no sobre mi suerte” – le confiesa a Perú de Lacroix y a Bedfor Wilson, sus edecanes –por cierto: ninguno de ellos venezolano o colombiano–, durante un paseo a caballo después de almorzar en su quinta de Bucaramanga. “Oigan esto”, prosigue. “Huérfano a la edad de diez y seis años y rico, me fui a Europa, luego de haber visto a Méjico y la ciudad de La Habana: fue entonces cuando en Madrid, bien enamorado, me casé con la sobrina del viejo Marqués del Toro, Teresa Toro y Alaiza: volví de Europa para Caracas el año de 1801 con mi esposa, y les aseguro que entonces mi cabeza solo estaba llena de los vapores del más violento amor y no de ideas políticas, porque estas no habían todavía tocado mi imaginación: muerta mi mujer y desolado con aquella pérdida precoz e inesperada, volví para España, y de Madrid pasé a Francia y después a Italia: ya entonces iba tomando algún interés en los negocios públicos, la política me interesaba, me ocupaba y seguía sus variados movimientos”. Eso fue todo. Era un diletante suramericano, acongojado y multimillonario.
Pero la razón de su vida no era la política ni la independencia de América, que torturaba desde hace largos años la imaginación y los sentimientos de Francisco de Miranda, independencia a la que el Generalísimo había decidido dedicarle su vida entera. Es más, mientras Bolívar se deslumbra asistiendo de turista a la coronación de Napoleón en París y en Milán, Miranda, librado de ser decapitado en París ya al borde de la guillotina por participar de la Revolución francesa, avanzaba los preparativos para invadir Venezuela y se juega su vida y la de sus hombres, perdiendo una buena docena de ellos en las horcas españolas, al desembarcar su expedición libertadora en las costas venezolanas. “Vi en París, en el último mes del año de 1804, el coronamiento de Napoleón: aquel acto o función magnífica me entusiasmó, pero menos su pompa que los sentimientos de amor que un inmenso pueblo manifestaba al héroe francés; aquella efusión general de todos los corazones, aquel libre y espontáneo movimiento popular excitado por las glorias, las heroicas hazañas de Napoleón, vitoreado, en aquel momento, por más de un millón de individuos, me pareció ser, para el que obtenía aquellos sentimientos, el último grado de aspiración, el último deseo como la última ambición del hombre…Esto, lo confieso, me hizo pensar en la esclavitud de mi país y en la gloria que cabría al que lo libertase; pero cuán lejos me hallaba de imaginar que tal fortuna me aguardaba!”[1]. Miente, como solía hacerlo, para mejor pulir su escultura viviente. O el juramento del Monte Sacro es una patraña inventada por Simón Rodríguez.
Sin embargo, la confesión tiene una extraordinaria importancia. Pues une indisolublemente dos hechos cruciales en la vida del Libertador que marcarán a sangre y fuego su destino: la muerte de la joven mantuana Teresa, su esposa, de la que estaba profundamente enamorado y que hasta entonces había sido la única razón de su vida, dejándole un vacío espiritual irreparable, tras un absoluto desinterés por lo que será luego la razón fundamental de su existencia: la política, la guerra, la dictadura y la construcción de un imperio: la independencia de Venezuela, la construcción de la Gran Colombia y, desde ella, la fundación de los Estados Unidos de América del Sur. Napoleón no se hubiera conformado con menos. Un entrelazamiento del destino que pasa por el motivo fundamental de su admiración por los fastos de la coronación de Napoleón, que no es la corona como tal, a la que desprecia, sino el desbordante amor de las masas por un héroe que en su imaginación, seguramente, aparece como un sucedáneo alcanzable y trasmutado a la enésima potencia del amor perdido. El amor carnal, inmediato, placentero, del que disfruta tanto como puede y en cualquier circunstancia, convertido en un amante clandestino siempre al acecho del placer, efímero y fugaz, con el que satisface su egolatría cotidiana, y el amor de multitudes, el amor abarcador, sin límites ni fronteras, aclamador, napoleónico que perseguirá durante el resto de su vida con una tenacidad, un valor y un coraje incansables. Único elemento parangonable con los delirios megalómanos y narcisistas de un Hugo Chávez o un Fidel Castro.
Una ambición devoradora e inextinguible que es, al mismo tiempo, un arma de doble filo, pues comienza con un humillante fracaso militar, prosigue con una horrenda traición, para alcanzar las cimas de la fortuna y la gloria universal y venir a caer, ya casi al fin de su corta vida, en la sima del despecho y la desesperación, una vez que los emancipados tras sus hazañas le vuelven las espaldas y deciden acometer el futuro sin su presencia salvífica. Contrariando absolutamente su estrategia imperial. Son el cenit y el nadir del que habla Salvador de Madariaga. Pues lo que se trasluce en el Diario de Bucaramanga, “esas páginas saturadas de pesimismo desesperante” y “esas frases tan tremendas y tan amargas” –como lo destacan algunos críticos– es que “no hay un testimonio de la época más revelador del ámbito moral y político que rodeó a Bolívar en determinadas circunstancias de su asombrosa existencia, como éste de su permanencia en Bucaramanga, por los días en que los letrados de la Nueva Granada se proponían forjar en Ocaña la efigie de una República que no era la que Simón Bolívar había soñado. Las discrepancias entre bolivarianos y santanderistas habían empezado años atrás, tal vez desde los días en que el malhadado empréstito de 1823 desató en el país inmensas oleadas de difamación, que iban en un sentido y en otro, arruinando reputaciones y creando atroces resentimiento. La convención de Ocaña fue el puerto de los infortunios, donde esas olas turbias de la política se encontraron para producir el derrumbe de la Gran Colombia”. Era el colmo de la tragedia: la convención de Ocaña seguía como en una automática y concatenada serie de desastres, los pasos de la convención de Valencia. Bolívar era acuchillado moral y políticamente por sus dos principales generales: el venezolano Páez y el colombiano Santander. Y las dos fuentes de su gloria: Venezuela y Colombia.
“Para los días de la Convención de Ocaña y de la permanencia de Bolívar en Bucaramanga el encono político había desquiciado en el país no sólo las instituciones, como lo prueba el hecho de haberse convocado inconstitucionalmente esa misma asamblea para reformarlas, sino el propio equilibrio espiritual y mental de quienes tenían en esos momentos a su cuidado el orden social, la paz pública, los derechos ciudadanos y las particulares relaciones entre los colombianos de uno y otro partido”[2]. Esta afirmación del historiador colombiano Jaime Duarte French puede ser aplicada sin cambiarle una coma a los sucesos de la Convención de Valencia.
Los hechos relatados en el Diario de Bucaramanga, de Perú de Lacroix, escrito al pie del Libertador a lo largo del mes de mayo de 1828, dan cuenta de la tragedia de Bolívar y las trágicas consecuencias de su obra. La maldición se le devolvía, como un bumerán, para golpearlo en pleno rostro. Lo muestran en el fondo de su desesperanza ante la inutilidad de su homérica hazaña. De esos mortales polvos, estos horrendos lodos. La tragedia no ha culminado.
[1] L. Perú de Lacroix, Diario de Bucaramanga, Editorial América, Madrid, 1924, Págs. 98 ss.
[2] Perú de Lacroix, Diario de Bucaramanga, Edición acrisolada por Mons. Nicolás E. Navarro, Bogotá, 1978, Págs. XXIV y XXV.
De Gómez a Maduro
Eddy Reyes Torres
El Nacional 12 DE MAYO DE 2018
Del régimen de Juan Vicente Gómez a la dictadura de Nicolás Maduro se cierra un círculo en el que los extremos se tocan y enlazan. Se inicia con el “cesarismo democrático” del primero y concluye con la “dictadura proletaria” del segundo. La singularidad de ambas tiranías es que en ellas la carta magna es, en la práctica, un trapo viejo desflecado que sirve para todo. Lo realmente significativo para nosotros es que del fenómeno deriva necesariamente, de modo ineluctable, un nuevo comienzo.
Es interesante observar que en ese nuevo inicio la juventud desempeña un papel principal. En el caso del tirano de La Mulera, los hechos que definieron el nuevo rumbo se escenificaron en el curso de los distintos eventos que se programaron para la Semana del Estudiante, que tuvo su arranque el 6 de febrero de 1928. Como reina de los festejos se eligió a Beatriz Peña: “Moza fresca y garrida, llanera de Zaraza, con todo el sol de los llanos atisbando desde sus pupilas”, a decir de Miguel Otero Silva.
A Jóvito Villalba le correspondió hablar en el Panteón Nacional, ante las cenizas del Libertador, exigiéndole al padre de la patria que infundiera algo de sí mismo para la reconstrucción de su labor deshecha, suplicándole además su incorporación a la cruzada que entonces se iniciaba. En actos posteriores le tocó a los jóvenes Joaquín Gabaldón Márquez, Juan Oropeza, Pío Tamayo, Jacinto Fombona Pachano, Antonio Arráiz, Jacinto Fombona y Gonzalo Carnevali, entre otros, poner de manifiesto sus espíritus rebeldes y los ideales libertarios por los cuales luchaban. La osadía costaría la cárcel a más de cuatrocientos estudiantes, a cuya cabeza estuvo Raúl Leoni, pero dejó sembrado en el país los deseos de libertad y democracia que se alcanzaron años más tarde.
El registro de los acontecimientos iniciáticos fue recogido en un panfleto político (En las huellas de la pezuña, 1929) escrito por Rómulo Betancourt y Miguel Otero Silva, que para nosotros tiene la misma relevancia del Yo acuso de Émile Zola para los franceses. José Rafael Pocaterra da fe de su importancia al escribir en el prólogo de la publicación lo siguiente: “Este libro es acaso la primera y más brillante página que generación venezolana alguna, excepto la que hizo el milagro de la independencia, haya inscrito en el prefacio de su hoja de servicio”.
Los jóvenes líderes no se reservaron epítetos ni palabras altisonantes a la hora de redactar su libelo acusatorio, y se jugaban con ello el propio pellejo. Pero lo importante fue que pusieron el dedo en la llaga de una dictadura que ya estaba agotada por su extremismo. Con sus acciones la muchachada se ganó el apoyo incondicional del pueblo, como lo pusieron en evidencia Betancourt y Otero cuando reseñaron la llegada de los querubines de la libertad a Valencia:
“El pueblo íntegro, recordando sus arraigadas tradiciones de civismo, protestó valientemente por el atentado cometido contra la juventud universitaria; a las puertas de los comercios, en las ventanas de las casas, en las esquinas, se agrupaban los hombres, gritando ‘vivas’ a los estudiantes y ‘mueras’ a la tiranía; las mujeres (…) nos bendecían (…) Muchos estudiantes nos secábamos con rabia (…) las lágrimas arrancadas por la belleza enternecedora de aquel gesto”.
La lucha fue tenaz y agotadora, avanzando milimétricamente a lo largo de los años, lo que contribuyó a curtir la piel y tensar los músculos del accionar político de aquellos muchachos universitarios. El extenuante proceso culminó con un primer gran paso, a finales de 1945: la Revolución de Octubre, evento que marcó el principio de la ruta democrática venezolana.
A partir de 1958 corrió estruendosamente el agua debajo del puente de las libertades; pero inevitablemente la pequeñez y la turbiedad se hicieron presentes. La antipolítica entró al gran escenario ya marchito y con ella los oferentes de paraísos inciertos. Los que juraron bajo el Samán de Güere tomaron la batuta que conducía a tiempos de oscuridad. El nuevo ciclo de las ignominias tomó a las mayorías por sorpresa cuando era claro que se nos quería conducir al mar de la felicidad, donde Fidel y los suyos nos esperaban con los brazos abiertos, las alforjas vacías y una experticia revolucionaria preñada de perversiones antidemocráticas.
Pero a las tinieblas se contrapuso la luz. Y nuevamente los jóvenes irrumpieron en la arena política. Eso ocurrió en 2007, a raíz del cierre de Radio Caracas Televisión y el anuncio de Hugo Chávez de modificar la Constitución aprobada en 1999, la misma que en su momento calificó de la mejor Constitución del mundo. Como consecuencia de esa decisión hizo acto de presencia el movimiento estudiantil como importante actor político que en ese instante no tenía vinculación con ninguno de los partidos de la oposición. Sus nombres son ya conocidos: Yon Goicoechea, Stalin González, Freddy Guevara, Nixon Moreno, Gaby Arellano, Miguel Pizarro Rodríguez, Roderick Navarro, Juan Requesens y Daniel Ceballos, entre otros. A ellos se han incorporado muchos más.
El tiempo que deba pasar para su perfecta maduración transcurrirá sin aplacamiento alguno. Hacia allá hay que dirigir los ojos, ahora enrojecidos por tanto desaliento, porque la esperanza está allí y porque ella nunca deja de crecer, aunque para muchos no sea perceptible.
@EddyReyesT
Venezuela en la encrucijada
Antonio Sánchez García
El Nacional 19 DE ABRIL DE 2018
Es el momento propicio para el recomienzo. La tragedia venezolana ha puesto al desnudo los propósitos devastadores y totalitarios que mueven a las fuerzas del socialismo en Latinoamérica. Tras sesenta años, Cuba es la trágica y dolorosa demostración de la miseria, la esclavitud y el totalitarismo que signan sus objetivos. La libertad, la democracia, la justicia: no hay otro camino al futuro.
Hace quince años publiqué mi primer libro dedicado a Venezuela, que titulé Dictadura o democracia, Venezuela en la encrucijada. Por entonces, la amenaza dictatorial recién asomaba sus garras y La Habana no terminaba por tragarse al chavismo. Si bien la sociedad civil había puesto todas sus fuerzas tras el intento de derrocar a Hugo Chávez, perfectamente consciente del proyecto castrista que pretendía implementar, lo que consiguió tras una espectacular e inédita movilización popular, se encontró con dos obstáculos insalvables que le impidieron coronar la faena: la cobardía, la pusilanimidad y la orfandad intelectual y moral de aquel sector de las fuerzas armadas que la acompañaron inicialmente en su esfuerzo, por una parte. Y la absoluta indefensión política de unos partidos que naufragaban en la inopia, prefiriendo seguir con Chávez antes que darle curso a un cambio de 180 grados al rumbo hacia la dictadura castro comunista que llevaba el país. Ni adecos ni copeyanos ni masistas, los viejos partidos del establecimiento, comprendieron que la alternativa no estaba planteada entre el empresario Pedro Carmona y el teniente coronel Hugo Chávez, sino entre Venezuela y Cuba, el capitalismo o el comunismo, la libertad o la esclavitud. Para inmensa sorpresa de las fuerzas emergentes de la sociedad venezolana, la política cuarto republicana prefirió lo malo conocido que lo bueno por conocer, aceptando un rol menor en el reparto del poder. Hasta el día de hoy, cuando en lugar de enfrentarse al régimen y desalojar a la dictadura, prefiere acomodarse colaborando electoralmente a su sombra.
Ya nadie duda, dieciséis años después, de la deriva dictatorial y proto totalitaria que ha encadenado el país a La Habana, así como de la profundidad del desafío que se le plantea a Venezuela para salir de esta encrucijada. Es más: la gravedad de la crisis ha adquirido tal relevancia internacional, sus peligros tales alcances regionales y la amenaza que constituye su deriva narcoterrorista tales dimensiones globales, que no se trata ya tan solo de impedir la continuidad del curso de la dictadura y volver a nuestras tradiciones democráticas del pasado: se trata de enfrentar la patología centenaria que afecta a toda América Latina y se traduce en un populismo inveterado, una mendicidad congénita y una deriva autoritaria y clientelar, fuertemente entroncada con las izquierdas marxistas que se han encarnado en el establecimiento político de todas las sociedades latinoamericanas.
El populismo, el clientelismo, la demagogia y el socialismo han dejado de ser problemas específicos de algunas de las sociedades de nuestra región: son el problema esencial de todas ellas. Y para resolverlo se requiere no solo del acopio y la unidad estratégica de todas las fuerzas modernizadoras, sino de la refundación de nuestra hegemonía política sobre la base del más prístino y auténtico liberalismo. De una verdadera revolución cultural, que comience por una revisión de nuestras taras congénitas y asuma con lucidez y coraje la necesidad de refundarnos sobre nuevas bases socioculturales.
No es una percepción original ni planteada a la discusión por primera vez en Venezuela. La comprensión de América Latina como la de una historia fallida condenada al fracaso –la he replanteado como “la maldición de Bolívar”– fue el tema central de una de las más importantes reflexiones histórico filosóficas que se hayan intentado en América Latina. Nos referimos a la obra del pensador venezolano Carlos Rangel, Del Buen salvaje al buen revolucionario, publicada por primera vez por Jean François Revel en París en 1976. Y cuyo diagnóstico, tras más de siglo y medio de independencia política, es absolutamente irrebatible, como lo demuestra la crisis humanitaria en que ha desembocado el último asalto del buen salvajismo revolucionario, el del castro comunismo travestido de legalismo electoralista bolivariano. Una complicidad nada casual: décadas después del fracaso de la primera oleada castrista en la región, impulsada por el guevarismo, la lucha armada y el electoralismo allendista chileno, la crisis del sistema de dominación venezolano y la infiltración del castrismo en sus fuerzas armadas permitió la nueva estrategia política: asaltar el poder electoralmente, quebrar la unidad interna de las fuerzas armadas y constituir formas neofascistas de dominación que permitieran el control de la región durante las dos primeras décadas del siglo XXI. En férrea alianza con el narcotráfico y las guerrillas. Es el ciclo que está llegando a su fin, tras el colapso económico venezolano que sirviera de sustentación al dominio regional por las fuerzas del castro comunismo latinoamericano. Y que al negarse a dejar el poder y batirse política, constitucional, pacífica y electoralmente en retirada, pone al hemisferio ante la encrucijada de tener que recurrir a las armas para desalojarlo, de una vez y para siempre, tanto en Cuba como en Venezuela, y permitir así el desarrollo de las fuerzas productivas, la implantación plena de la libertad de expresión, de empresa y de mercado y hacer posible la prosperidad cónsona con el estado actual de las economías mundiales. En otras palabras, intentar un recomienzo de nuestra historia, como ya se vislumbra en las victorias de Mauricio Macri y de Sebastián Piñera, el encarcelamiento de Lula da Silva, la probable victoria de Iván Duque en Colombia y el reforzamiento, en toda la región, de las fuerzas que impulsan un liberalismo que le dé un giro copernicano a las tendencias estatistas, caudillescas y clientelares que han signado la marcha de la región durante sus dos siglos de historia republicana.
Es el momento propicio para ese recomienzo. La tragedia venezolana ha puesto al desnudo los propósitos devastadores y totalitarios que mueven a las fuerzas del socialismo en Latinoamérica. Tras sesenta años, Cuba es la trágica y dolorosa demostración de la miseria, la esclavitud y el totalitarismo que signan sus objetivos. La libertad, la democracia, la justicia: no hay otro camino al futuro.