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"Rodrigo Blanco Calderón y su refugio de carencias" Hèctor Torres


Con su primera novela, The Night, Rodrigo Blanco Calderón, a quien algunos sabedores del tema encumbran como uno de los mejores cuentistas de su generación, emprendió un nuevo rumbo en París, pero con el mismo compromiso literario de cuando estaba en Venezuela. En la ciudad de la luz, su visión de una Caracas desfasada y neurótica fue galardonada el 30 de junio con el Premio Rive Gauche 2016. Tres años más tarde, Rodrigo vuelve a alzarse con The Night, pues el pasado 30 de mayo recibió el premio de la tercera edición de la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa

Tiene una excelente memoria. Se recuerda, por ejemplo, yendo con su mamá a inscribirse por primera vez en el colegio. Tenía tres años. Más aún, hay una foto en la que aparece montado sobre un triciclo y jura recordar el momento en que la tomaron: tenía dos. Esa memoria prodigiosa, como un baúl cargado de retazos de vida, sería el inadvertido primer elemento de una precoz claridad en su vocación literaria.

Nació el 31 de julio de 1981. Desde el nacimiento, hasta buena parte de la adolescencia, su vida transcurrió entre el edificio Mary-Ros, de Amadores a Cardones —la misma calle donde murió José Gregorio Hernández, en La Pastora—, y los bloques de San José del Ávila, donde vivían su abuela y su tía. Recuerdos llenos del verde del Ávila y de los jabillos que tupían de cachitos las aceras de San José. En ese marco casi bucólico, la familia, los amigos del colegio y el fútbol eran el todo de su universo feliz.

Hijo del cardiólogo Mario Blanco y de la psiquiatra Minerva Calderón, casi no tiene recuerdos de haber vivido con su padre, aunque aquel siempre estuvo presente. Las coordenadas de su apacible mundo se extendían al Centro Educativo de la Asociación de Profesores de la Universidad Central de Venezuela, donde lo inscribieron a los tres años y de donde salió al culminar el bachillerato. En su tono de voz y en sus gestos sosegados, se deja ver al niño que creció en un ambiente protegido y que siempre recibió la atención de sus mayores.

En el liceo no fue muy aplicado. “El título de bachiller se lo debieron haber dado a mi madre. Fue ella quien me persiguió para que pasara las materias”, confiesa. Sin embargo, al egresar tenía bastante claro lo que haría con su vida en adelante, y no era, por cierto, ser futbolista del Marítimo F.C., como lo soñaba de niño, ni estudiar Comunicación Social “porque era bueno en Castellano e Historia”, como lo creyó a los trece años.

Los libros abrieron una puerta

Ese mundo apacible que parecía contener todas las respuestas, se abrió a una puerta que llegó en el momento preciso en que nos hacemos nuevas preguntas: la adolescencia. Y la puerta fueron los libros. “La lectura fue revelando, poco a poco, mi otra personalidad. Fueron los libros los que me revelaron, a mí mismo, ese otro ser, interior, que yo abrigaba”, rememora.

Y estando en quinto año ocurrirían dos circunstancias que destaparían su vocación definitiva. La primera, cuando resultó finalista en el Concurso de Poesía para Liceístas de la Casa Pérez Bonalde, que le hizo sentir, entre otras cosas, que “había otros bichos raros como yo a quienes les gustaba escribir versos”. La segunda fue que su madre, en calidad de egresada de la Universidad Central de Venezuela (UCV), comenzó a estudiar Letras allí, tal como lo había hecho una hermana suya unos años atrás. Y aunque por cuestiones de trabajo sólo hizo un par de semestres, fueron suficientes para que su hijo viera el folleto de cursos y los libros que debía leer. “Al ver que podía dedicarme cinco años a leer literatura y que eso era una carrera universitaria, no lo dudé”, comenta, agregando que al entusiasmo por el sueño incumplido de su madre, agregó el suyo propio para tomar la decisión sin mirar atrás.

Su padre, que no tenía muy claro en qué consistía eso de “estudiar Letras”, no recibió la noticia con la misma emoción. Llegó a preguntarle si no se trataba de un “refugio de carencias”, lo que él, sin saber cuánto talento poseía para el camino escogido, negó de plano. Con el tiempo, al verlo tan centrado en sus estudios, coincidió en que había sido la elección adecuada. “Más de quince años después, puedo decir que esa Escuela maravillosa sí era y es un refugio de carencias. Pues todo el que pasa por aquellas aulas va en primer lugar porque le falta algo. Algo fundamental que, además, sólo allí encuentra y recupera”, reflexiona desde la distancia.

Pero no sólo había decidido que iba a estudiar Letras. En esa época, leyendo a Alfredo Bryce Echenique, se divirtió y se conmovió tanto, “que dije que quería hacer lo que él hacía”, recuerda.

Oír a Darío

Blanco Calderón es autor de tres libros de cuentos: Una larga fila de hombres (Monte Ávila, 2005), Los invencibles (Random House Mondadori, 2007) y Las rayas(PuntoCero, 2011). En 1999, asomó su nombre al mundo de la literatura local al obtener una mención en el II Concurso Nacional de Cuentos de Sacven. Tenía sólo 18 años. Dos años después volvería a obtener una mención en el mismo concurso y, a los 24 años, sería uno de los ganadores del Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores. Al año siguiente, con “Los golpes de la vida”, ganaría el Concurso de Cuentos de El Nacional. “Es un texto escrito con oficio de escritor, con una organización narrativa impecable”, señala el fallo del jurado. Tenía 25 años.

Sus cuentos se caracterizan por su largo aliento. No llegan a veinte entre los tres títulos publicados. Quizá por eso a sus lectores no les extraña la aparición de su primera novela: The Night, una obra que, de alguna manera, estaban esperando.

The Night, publicada por Madera Fina en Venezuela, Alfaguara en España y Gallimard en Francia, está ambientada en la Venezuela de 2010, en el contexto de la crisis energética que volvió a recrudecer en estos días. “En ella retomo a dos de mis personajes: Miguel Ardiles, psiquiatra forense, y Pedro Álamo, ex joven promesa de la literatura venezolana, quienes ya habían aparecido en algunos de mis cuentos. Hay un tercer personaje, Matías Rye, escritor fracasado y profesor de escritura creativa, quien está tratando de fundar un género que ha llamado Realismo gótico, basado en la narración de algunos crímenes horrendos que están sucediendo —en Venezuela— en el tiempo del relato”, explica.

Con ese libro, Rodrigo Blanco acaba de ser galardonado con el Premio Rive Gauche 2016 en París, un reconocimiento fundado por Laurence Biava en 2011. Así, el venezolano se convierte en el primer latinoamericano en conseguir el premio que antes elevó a Jeffrey Eugenides (EEUU) en 2013, Edward Saint Aubyn (Inglaterra) en 2014, y Gary Shteingart (Rusia) en 2015.

Pedro Álamo, aficionado a los palíndromos y a los juegos de palabras, es un admirador de la obra de Darío Lancini, lo cual da pie para una especie de biografía ficcional que el autor realiza sobre este poeta. “Una biografía que es, a su vez, un retrato de la Venezuela del siglo XX”, concluye.

¿Qué dificultades encontraste para abordar esa novela?

—La dificultad principal fue la de reconstruir, así sea parcialmente, la vida de Darío Lancini. No existen muchos registros escritos sobre él, pues fue siempre una persona tímida, discreta hasta la casi total invisibilidad. Tuve que recabar muchos testimonios entre la gente que lo conoció. Fue un proceso de meses. Luego el problema fue llevar eso a la escritura. No quería construir una imagen de Darío que no me pareciera auténtica. Este escollo, no obstante, fue el que me dio más alegrías durante el proceso de escritura. De modo que fue una dificultad venturosa.

¿Qué diferencia sustancial descubriste en la novela con respecto al cuento?

La sorpresa que me llevé fue la de no percibir una diferencia fundamental. Es decir, yo entiendo y concuerdo con las diferencias entre el cuento y la novela que han sido ya ampliamente estudiadas, sobre todo lo concerniente al acento distinto que se da a los personajes o a las acciones y que determinaría que uno se encontrara en uno o en otro género, sin embargo, cuando escribí The Night quise establecer una relación complementaria. Quise que cada capítulo tuviera la intensidad de un cuento. Y que cada “capítulo-cuento” contribuyera a su vez a la intensidad y la amplitud total del conjunto. Por ahora, apuesto por una novela sin puntos ciegos, sin momentos de relleno o de transición, donde cada personaje y cada historia tengan un significado y una función.

Siempre nos quedará París

Blanco Calderón está contratado como investigador en la Universidad París 13, adelantando una tesis sobre la obra de Juan Carlos Méndez Guédez y la emigración venezolana en España. En principio, estará tres años. Transcurrido ese tiempo, “a mí y a mi esposa nos tocará ver cuál es el siguiente paso. Pero sea cual sea, ambos queremos y anhelamos volver a vivir en nuestro país en algún momento”, señala, para luego comentar que llegó a París en un momento muy raro. “Los atentados terroristas de 2015 removieron una serie de tensiones acumuladas que aún no se han manifestado del todo. Por un lado, me sorprende el civismo de una sociedad como la francesa, que sabe resistir estos ataques con la más inteligente e imprevista de las estrategias: defender un estilo de vida que hunde sus raíces en los conceptos más caros a la modernidad. La cortesía, el silencio, el respeto por el espacio y el ritmo del otro dan la impresión de que nada ha sucedido. Sin embargo, por otro lado, uno percibe una fuerza contenida, algo que perturba a veces los gestos y que hace presentir nuevos conflictos”.

Todos los días acude al laboratorio de la universidad donde trabaja y, de vuelta a casa, lee y escribe. Pero no sólo material académico, pues también prepara un libro de cuentos y una segunda novela, alternando entre uno y otra sin inconvenientes. “Más bien, ambas formas de escritura se oxigenan mutuamente”, concluye.

Pagando las que hizo

Rodrigo tendrá 35 años en unos pocos meses. Una incipiente calvicie es lo único que delata el paso del tiempo. Eso y que está ganando peso. El matrimonio, dirán algunos. Ha sido editor, promotor literario y profesor universitario y, en ese estándar que toma como 40 la edad tope para la categoría “joven autor”, aún tiene un margen de cinco años. Su oficio le ha rendido lo suficiente para ser reconocido como una de las voces consolidadas de nuestra literatura contemporánea, y aún le quedan unos años bajo esa etiqueta de la que ya parece cansado.

Aquella pregunta que le hiciera su padre, quince años después exhibe una interesante lectura: la de las carencias como incansable motivación. En esos poco más de quince años fue cofundador de El Ahorcado (una revista que editaban en la Escuela de Letras), del grupo Relectura y de la editorial Madera Fina, y ha publicado cuatro títulos.

La insatisfacción, como se ve, no es necesariamente una mala señal.

Le pregunto cómo se ve en veinte años, y me dice que, además de calvo, “lidiando con la adolescencia de mis hijos y pagando caro todo lo que yo hice a esa edad. Escribiendo y leyendo. Junto a Luisa, mi esposa, y una manada de perros”. Y aunque esa estampa sugiera un ambiente de sosegado reposo, apenas tendrá 55 años.

¿De que tradiciòn emerge con vientos de cambio, gracias a Dios, la nueva generaciòn de escritores venezolanos.?

Doña Bárbara: postrimerías del pernaletismoPOR Arturo Almandoz Marte

POR Arturo Almandoz Marte

PRODAVINCI 25/05/2019...

"...es necesario civilizar la llanura; acabar con el empírico y con el cacique, ponerle término al cruzarse de brazos ante la naturaleza y el hombre".

Santos Luzardo en Rómulo Gallegos, Doña Bárbara (1929)

Las inquietudes positivistas sobre las relaciones entre ambiente, raza, inmigración, progreso y civilización, asomadas por Gallegos en sus ensayos de El Cojo Ilustrado y La Alborada, reaparecerían en Doña Bárbara (1929), en medio de una naturaleza y un simbolismo indómitos. Dentro de su geografía literaria, el caraqueñismo algo evasivo de don Rómulo le permitió describir la capital y sus alrededores en Reinaldo Solar(1921) y La Trepadora (1925), pero su temple narrativo siempre buscó la provincia y el campo. Finalmente desplegó en el llano de Doña Bárbara un «nuevo sentido del paisaje», en el que este, al decir de Orlando Araujo, «ya no es naturaleza amansada sino tierra abierta y salvaje».Tal como lo prueban María (1867), de Jorge Isaacs, y Peonía (1890) de Romero García, la pugna decimonónica entre civilización y barbarie, dramatizada en el romanticismo y el costumbrismo realista en América Latina, había prefigurado ya el valor simbólico del héroe letrado adentrado en el campo, sobreponiéndose a avatares y vicisitudes, para domeñar personajes y situaciones arrastradas del cacicazgo ancestral, en medio de un primitivismo acentuado por un sentimiento trágico de la naturaleza. Pero ese legado simbólico se repotencia y reformula en el realismo de Gallegos, donde el héroe civilizador adquiere, por sobre su significación, un valor reformista que lo magnifica a través de una trama. Esta última es ilustrativa de lo que Uslar Pietri denominó, en Letras y hombres de Venezuela (1948), la «fórmula» galleguiana; a saber: una región venezolana que sirve de escenario a un conflicto ético y sentimental en el que siempre se confrontan las dos fuerzas antinómicas: barbarie y civilización.La abundante bibliografía galleguiana ha explorado ya bastante el simbolismo de esa antinomia en Doña Bárbara, por lo que valga aquí solo entresacar algunas imágenes

que resultan especialmente significativas en los ángulos urbanos de esa pugna ancestral. Santos Luzardo presenta varios rasgos del héroe culto de la novela latinoamericana. Aunque nacido en el llano venezolano en los «tiempos de cacicazgos» y querellas entre clanes, cuando los Luzardo y los Barquero «se compartían el Arauca», el «alma cimarrona» de Santos había sido amaestrada por la crianza en Caracas; esta distaba mucho, sin embargo, de ser la urbe ideal a través de la que Gallegos parece dejarnos ver su propia concepción de ciudad.“Caracas no era sino un pueblo grande –un poco más grande que aquel destruido por los Luzardos al destruirse entre sí–, con mil puertas espirituales abiertas al asalto de los hombres de presa, algo muy distante todavía de la ciudad ideal, complicada y perfecta como un cerebro adonde toda excitación va a convertirse en idea y de donde toda reacción que parte lleva el sello de la eficacia consciente, y como este ideal sólo parecía realizado en la vieja y civilizadora Europa, acarició el propósito de expratriarse definitivamente, en cuanto concluyera sus estudios universitarios”.Al regresar a la tierra de sus progenitores, el «plan civilizador de la llanura» vislumbrado por Santos incluía la implantación del ferrocarril, gran fetiche del progreso de la era industrial en América Latina. «El progreso penetrará en la llanura y la barbarie retrocederá vencida», pensaba el personaje que nos trasluce así su visión modernizadora heredada del positivismo decimonónico, así como alentada, como hizo notar Carlos Pacheco, por el “propósito edificante” emanado de la “inclinación pedagógica” del propio Gallegos (83). El plan de Santos estaba también inspirado por el apotegma de «aquel primo que estudiaba en Caracas para doctor», quien había dicho una vez en casa de los Luzardo: «Es necesario matar al centauro que todos los llaneros llevamos dentro», apuntando con ello a la barbarie tribal campante en la Venezuela de los caudillos. Y en esta sabemos que Vallenilla Lanz, por el mismo tiempo pero desde una perspectiva cientificista, vio uno de los peores obstáculos para la constitución de la solidaridad orgánica entre el pueblo llanero.Sin embargo, como Lorenzo Barquero, quien se había hundido en aquel «tremedal de la barbarie», de la tierra «que no perdona», de la llanura «devoradora de hombres» encarnada en doña Bárbara; aquella hermosa ensoñación de Santos de «un Llano futuro, civilizado y próspero», así como la reivindicación, planteada al inicio de la novela, de una Altamiradeslindada según los principios de la «Ley del Llano», terminaron todos fracturándose ante los atropellos de la «Ley de Doña Bárbara» y de otras calamidades que asolaban las comarcas galleguianas, escenario de las endemias sociales y políticas de la provincia venezolana en las postrimerías del gomecismo. Aun cuando se dice que el ruralismo de la novela encantó al dictador andino, quien no halló rastro alguno de la sedicente crítica al régimen sobre la que había sido avisado, la denuncia que sobre las condiciones del país aquella obra conllevaba sería reconocida por el mismo Gallegos en 1949: «eso de la barbarie imperante no era sólo cosa de los Llanos, sino tragedia de Venezuela entera bajo una dictadura oprobiosa, dimanante de las guerras fratricidas que durante largos años habían ensangrentado el país».Primera edición de Doña Bárbara (1929)2En su ensueño positivista del progreso, no reñido con el de los ideólogos del gomecismo, sanear y poblar eran dos fines que Santos Luzardo visualizó desde el comienzo en su lucha contra la ley feudal de doña Bárbara. Pero, por analogía también con el país remoto que escapaba al diagnóstico de los positivistas capitalinos, la «cacica del Arauca» encarnaba una barbarie que arrastraba males más oscuros y profundos que el atraso feudal de un territorio y de su gente. Desde sus orígenes pecaminosos hasta su presente delictivo, la turbia historia de la trágica guaricha vendida por el taita al «Moloch de la selva», llamada finalmente a convertirse en dueña y señora de El Miedo, hacían de doña Bárbara una «criatura y personificación de los tiempos que corrían», como lo sospechó Santos desde antes de conocerla. Ya casi al final de la novela, el alboroto que la visita de la doña suscitara entre los habitantes de San Fernando de Apure dice de cómo las tropelías que se le atribuían, fascinaban la «curiosidad de la ciudad» monótona, sumida en «la mansa gravedad del drama de los pueblos tristes».“Ya, al saberse que estaba en la población, habían comenzado a rebullir los comentarios de siempre y a ser contadas, una vez más, las mil historias de sus amores y crímenes, muchas de ellas pura invención de la fantasía popular, a través de cuyas ponderaciones la mujerona adquiría caracteres de heroína sombría, pero al mismo tiempo fascinadora como si la fiereza bajo la cual se la representaba, más que odio y repulsa, tradujera una íntima devoción de sus paisanos. Habitante de una región lejana y perdida en el fondo de vastas soledades y sólo dejándose ver de tiempo en tiempo y para ejercicio del mal, era casi un personaje de leyenda que excitaba la imaginación de la ciudad”.El maléfico simbolismo de la devoradora de hombres es reforzado a través de innumerables imágenes en la novela, una de las más significativas acaso sea, en términos de la barbarie política y cultural, la alegoría con los saurios. Esta es prefigurada desde que se precipitan al agua los caimanes al mentar el nombre de la doña en el bongo que remonta el Arauca al inicio del relato. La alegoría resurge después en la protección ejercida por la señora de El Miedo sobre el «Tuerto del Bramador», inmenso caimán al que, «con la majestad de su vejez y de su ferocidad», se le atribuían siglos de vida. A través de la devoradora de hombres, la alusión al dictador tan longevo como imbatible es confirmada por imágenes también usadas por Picón Salas para describir a Gómez, en Regreso de tres mundos, como «aquel cocodrilo del trópico posado en el limo y el caño sucio de tanta iniquidad». Porque era frecuente entre sus oponentes la referencia a las represalias del tirano como embestidas de un «saurio totémico» que emergiera cada cierto tiempo, después de pesados letargos, «para mostrar sus fauces y engullir una nueva ración de víctimas». Por lo demás, en “Cómo conocí a Doña Bárbara» (1954), el simbolismo de su personaje en el contexto venezolano fue reconocido por el mismo Gallegos «en términos de lo que estaba ocurriendo en los campos de la historia política», así como en la barbarie cuajada en la galería de personajes y situaciones ilustrativos de un país explotado:“¿Símbolo? Sí. De cuanto entonces era predominio de barbarie y de violencia en mi país. La codicia y la crueldad campando por sus fueros; el espaldero siniestro, y no uno, sino todo un ejército que otra función no tenía; los Mondragones expertísimos en trasladar los términos de ‘El Miedo’, ‘Altamira’ adentro, y no tres solamente, sino congresos que hacían ceder los principios ante el empuje de los apetitos arbitrarios y ponían las limitaciones de las leyes donde lo quisieran las ganas del poderoso; el Balbino Paiva bribón, el Míster Danger aprovechador; el Pernalete autoritario y bruto y el infeliz Mujiquita, encargado de prestarle intelectualidad a todas las apetencias del jefe…”.

Rómulo Gallegos joven

De esa siniestra corte de personajes galleguianos, acaso sea Ño Pernalete uno de los que más patentice el atraso cívico de la provincia gomecista. Colocado para vigilar con manu militari la «Ley de doña Bárbara» en el «pueblo cabecera del Distrito», uno de esos villorrios que «guerras, paludismo, anquilostomiasis y otras calamidades más han ido dejando convertidos en escombros a las orillas de los caminos»; el fulminante boceto del jefe civil trazado por Gallegos es, además de análogo con el pueblo esperpéntico, representativo de un ruin estamento de funcionarios que llevó el aparato de abusos y represión dictatorial hasta los más apartados rincones de la Venezuela rural. «Se parecía a casi todos los de su oficio, como un toro a otros del mismo pelo, pues no poseía ni más ni menos que lo necesario para ser Jefe Civil de pueblos como aquél: una ignorancia absoluta, un temperamento despótico y un grado adquirido en correrías militares». En «Antítesis y tesis de nuestra historia» (1939), Picón Salas pensó en ese Ño Pernalete legendario para definir una era primitiva de la provincia venezolana: «El ruralismo desbocado y torpe fija el color bárbaro de un tiempo que es por excelencia el de los ‘jefes civiles’, como han entrado en la imaginación y en el mito popular; el guapo aguardentoso y analfabeta, gallero, armado de látigo, puñal y revólver, que dispone como patrimonio privado de la ‘pesa’, el juego y los alambiques».La figura del jefe civil deviene así símbolo avieso de una era entre barbárica y feudal del campo venezolano, repartido este según el nepotismo de la satrapía, cuadro que corresponde al de una sociedad premoderna, en el sentido conferido por la sociología urbana. En el discurso ensayístico, la crítica a ese pasado de cacicazgo refulgiría entre pensadores de décadas venideras. En medio de la renovación municipal ocurrida durante la administración de López Contreras, Andrés Eloy Blanco tipificaría, como lastre que debía ser arrojado por la naciente democracia, las arbitrarias formas de acceder al estamento militar arrastradas del gomecismo; a saber: «por valor» y lealtad mostrados en sofocar las rebeliones contra la dictadura; «por nacimiento» en la parentela del Benemérito y sus acólitos; «por presentación» y obsequio de regalos a los allegados al gomecismo; y «por prescripción» de los más viejos en sus cargos. «Una nota importante: en cualquiera de los tres últimos casos, la afición a los gallos fue siempre una ayuda efectiva», añade el humor nunca faltante de Andrés Eloy:“Influencias, apellidos, presentación, todo era tomado en cuenta, menos la aptitud, todo, menos la preparación que pudiera tener aquel elemento para desempeñar las funciones de interés colectivo que se entregaban en sus manos. Se les daba un pueblo, se les daba un Distrito, se les daba un Estado, se les daba la República, para ‘que se aliviaran’. Y en la sombra de las cárceles, en la nostalgia del destierro o en la penumbra de sus casas, unos hombres bebían en unos libros una ciencia de administración, una ciencia de finanzas, una ciencia de Patria que se llevaban a la muerte como si llevaran una Patria muerta en la cabeza”.Adjudicados así como canonjías y prebendas, la repartición de puestos militares y municipales obedecía a principios nepotistas opuestos a la especialización y capacitación, que son los determinantes del ascenso profesional en toda sociedad moderna, tal como víctimas del régimen reclamaban desde la oposición. Entroncando los orígenes de ese clientelismo en los pactos decimonónicos entre caciques regionales y jefes militares de las revoluciones, Briceño Iragorry señaló, en Mensaje sin destino (1951), que esa «política tribal» llegó a su máxima degeneración en las postrimerías del gomecismo. Y ese «Pernaletismo» –apelando el término acuñado por Augusto Mijares, en El último venezolano (1963), a partir del personaje galleguiano– no comenzaría a ser abolido antes de 1936, lastrando así aún más la «herencia de desesperación» dejada por la dictadura.

Este texto se apoya en pasajes de La ciudad en el imaginario venezolano. I: Del tiempo de Maricastaña a la masificación de los techos rojos (2002), Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2009.

De cuàl herencia se han desmarcado nuestros jòveneses escritores? de la Mezquindad y resurrección de cierta izquierda

Publicado en Papel Literario de El Nacional. 30 de abril 2011 Roldan Esteva-Grillet

Quien visitara en 2006 el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg), en Altamira, no habría encontrado sino un triste busto del célebre novelista y ex presidente venezolano arrinconado a una pared. Pero, si levantaba los ojos en el hall, vería una serie de gigantografías colgando, con los rostros de reconocidos literatos venezolanos defensores del régimen, entre los que se cuelan dos glorias pasadas de la izquierda: el filósofo Ludovico Silva y el poeta Víctor «Chino» Valera Mora.

Si uno lee la revista del Ministerio de Cultura A plena voz, entre firmas notables de intelectuales adheridos al régimen como el escritor Luis Brito García o el antropólogo Esteban Emilio Mosonyi, reencuentra colaboraciones de ultratumba de glorias pasadas de la izquierda como Orlando Araujo o Carlos Contramaestre, cuando no un héroe accidental de esa misma izquierda como el guerrillero Argimiro Gabaldón. Hasta ahora no se han atrevido a usar imágenes o textos de otras glorias pasadas de la izquierda como José Ignacio Cabrujas o Luis Castro Leiva, quizá porque alcanzaron a verle las pezuñas al monstruo estalinista que se escondía tras el teniente coronel.

La afición a manipular muertos notables de la izquierda empezó con el cantautor coriano Alí Primera, a quien han convertido en animador de cuanto evento electoral acontezca; la voz se calla sólo para ser sustituida por la diana cuartelaria el día de votación.

Y todas aquellas pasadas glorias de la izquierda que no se sometieron a los dicterios del populismo militarista bolivariano, como Manuel Caballero o Antonio Pasquali, se ridiculizan o ningunean, en caso de ser mencionadas. La pauta inicial la dio el propio Chávez cuando descalificó al caricaturista Pedro León Zapata, o al historiador Elías Pino Iturrieta; tampoco se ahorró descalificaciones contra el peruano Mario Vargas Llosa: ante una pregunta de un periodista sobre si acaso no sabía que era un famoso escritor, Chávez se limitó a desaconsejar su lectura.

Buena parte de la plana mayor de la intelectualidad orgánica actual disfrutó de cargos burocráticos (Conac, ministerios, embajadas, Pdvsa) o en la empresa privada o de substanciosas becas u bolsas de trabajo durante la larga e inolvidable hegemonía de las «cúpulas-podridas-delpuntofijismo». Editó libros en Monte Ávila, expuso en museos nacionales, pudo hacer sus películas y hasta premios recibió. Pero ahora ven como una maldición el que muchos intelectuales –antes meritorios, hoy vendidos al imperio– defiendan los valores democráticos que nos permitieron convivir y producir sin necesidad de exhibir los respectivos carnets políticos; o reclamen un mínimo de tolerancia ya que no ecuanimidad, y al menos acepten el providencialismo carismático sostenido a punta de chequera petrolera, amenaza de «gas del bueno», vulgaridad y demagogia del teniente coronel.

Lo más vergonzoso es la ofuscación política que llega al extremo de sólo reconocer a los suyos: artistas y pensadores que antes recibían el aplauso general, ahora son denostados por resguardar su integridad y no participar en el festín. Basta ver cómo se conforman los jurados para otorgar premios nacionales o internacionales: siempre la cosa es entre ellos para escoger uno que no vaya a dar declaraciones inoportunas.

Cuando el Ministro de la Cultura quiso congraciarse con su antiguo socio Oscar Tenreiro, otorgándole el Premio Nacional de Arquitectura, a la pregunta del periodista al hoy crítico del régimen si asistiría al acto de premiación, contestó el arquitecto: «Yo voy, agarro mi premio y me cago en Farruco». Otro, en cambio, el medico y cronista José León Tapia, autor de la biografía novelada de Maisanta (un bisabuelo forajido de Chávez), se excusó por razones de edad y salud. El miedo al qué dirán y la premiación endógena.

Otro aspecto de esta conducta perversa de parte de esta izquierda mezquina es que sólo reserva sus elogios para los suyos: es un Hernández d’ Jesús desvanecido ante Stefanía Mosca (su propia esposa), o es Luis Brito García babeándose por Laura Antillano. Y el extremo, es «Marciano», alias José Vicente Rangel, reclamándole a los miembros del grupo 2D (integrado por Marcel Granier, Miguel Henrique Otero, pero también por Heinz Sonntag, Antonio Pasquali o Rocío San Miguel, entre otros intelectuales) el que conmemoren con una misa a Miguel Otero Silva como si fuera uno de ellos, olvidando su condición de comunista defensor fervoroso de la Revolución cubana y de furioso anticlerical.

Pensar que en 1997 el Consejo Nacional de la Cultura le organizó una exposición antológica e itinerante en el exterior al pintor Manuel Quintana Castillo, bajo la curaduría del «efímero» crítico Juan Carlos Palenzuela (lo de «efímero» es creación exclusiva del director de la revista oficial Memorias de la Historia, J.A. Calzadilla Arreaza). Quién diría que al cabo de unos años, gracias a Chávez, el mismo pintor estaría aplaudiendo las trastadas y desmanes de Farruco en su Megatorta del arte venezolano II; y que otra revista oficial que no superó el tercer número, Diacrítica, descalificara, mezquinamente, la actividad curatorial y crítica de Palenzuela, sólo por disentir de las políticas culturales oficiales. No le alcanzó la intensa y productiva vida que llevó, para vivir lo que le sucedió a un colega, el curador Miguel Miguel, a quien se le vetó el ingreso al V Salón Pirelli en el Museo de Arte Contemporáneo como represalia por un artículo demoledor sobre la representación de Venezuela en la Bienal de Venecia. O algo peor, la amenaza de muerte por aporrea.com contra el escritor Israel Centeno a raíz de la publicación de una novela suya con el tema del complot.

Como para recordar aquella nefasta anécdota nazi, del militar que se llevaba la mano a la pistola apenas oía la palabra cultura.

El ejemplo de los humoristas es el más patético. Antes todos vivían de criticar al gobierno o a los políticos; hoy unos –como Zapata, Rayma, Weil, Edo, Abilio y otros– siguen criticando al gobierno de turno, aunque éste se crea eterno, y el resto se ocupa de burlarse de quienes critican al gobierno, es decir de medio país.

Antes había revistas culturales de iniciativa privada como Zona Franca, del poeta y ensayista Juan Liscano, donde todos escribían; compitiendo con revistas oficiales como Imagen, en su mejor época dirigida por el poeta, crítico y dibujante Juan Calzadilla, donde todos también escribían. En ambas se exigía calidad y pertinencia.

Hoy los intelectuales, si creen en la democracia, escriben en revistas independientes como El Puente, Siglo XXI (ya desaparecida) o periódicos de gran tirada como El Nacional, El Universal; en cambio, si se sienten revolucionarios, escriben en revistas oficiales como A plena voz, Todos adentro o periódicos filochavistas como Vea. En casi todos los medios de prensa privados caraqueños (tanto los ya mencionados, como Últimas Noticias, El Mundo, Quinto Día, La Razón) aceptan colaboradores contrarios a la línea editorial, algo que no sucede en la contraparte que se ufana de inclusionista.

Más bien, la principal editorial del Estado, Monte Ávila Editores –ahora fundida con la del Ministerio de la Cultura, El Perro y la Rana–, ha devuelto los derechos de autor a un Antonio Pasquali porque –a pesar de ser tan requeridos sus libros sobre comunicación–, no conviene seguir editándolo debido a su posición crítica al régimen. Y si uno revisa en las Librerías del Sur (antes indígenamente llamadas Kuaimare, con emblema de la diseñadora Waleska Belisario), la presencia de libros de carácter ideológico de autores desconocidos es sorprendente, reservándose una colección nueva para los grandes ideólogos del régimen: Marta Harnecker, Ernst Dietrich, Mario Sanoja e Iraida Vargas.

Por lo menos la colección Biblioteca Ayacucho se ha mantenido fiel a sus pautas originales de publicar clásicos latinoamericanos, antiguos y modernos, con estudios de especialistas y cronologías.

Aunque en 2000 cometió el pecadillo de iniciar una colección menor, «Agua y Cauce», con la Antología poética del vicepresidente de la República, Isaías Rodríguez. El juicio ponderado pero valiente de un intelectual, el poeta y ensayista Alfredo Chacón, me libra de emitir un juicio más fuerte. Así escribió el 29 de agosto en su artículo «Ayacucho entre dos aguas»: «¿A qué justificación se pudo recurrir, entonces, para editar en una colección de la Biblioteca Ayacucho la antología de un poeta a quien nadie conoce como tal, pero a quien todo el mundo conoce como el segundo hombre en la jerarquía del Estado y el Gobierno? El más elemental sentido de la corrección le hubiera recomendado al poeta empezar por confrontarse con los lectores a través de los recursos editoriales que para eso existen, y al Vicepresidente, declinar la invitación a publicar bajo el sello de la Biblioteca Ayacucho».

La desvergüenza ha sido paleada por la no inclusión del prescindible librito en el catálogo oficial de la Biblioteca. Pero el colmo del exabrupto y la petulancia ha sido la actuación de otro intelectual del régimen, Francisco Sesto Novás, quien, siendo Ministro de Cultura, se hizo publicar en 2006 una compilación de sus garabatos más diez poemitas (Con la cabeza en otra parte) en un volumen de quinientas páginas bajo el sello de El Perro y la Rana, editorial del propio ministerio; no contento con ello convirtió su novelín La clase en un guión para ser filmado en la Villla del Cine y ambientado en el Caracazo, que en 2008 pasó fugaz por nuestras pantallas cual bodrio tardío del realismo socialista.

La más reciente arremetida neofascista es un artículo de un tal Héctor Seijas, publicado en Ensartaos.com («Rafael Cadenas: el Doctor Diablo», 2-09-10) a propósito de unas declaraciones del poeta y ensayista, en reclamo del fondo editorial de la Fundación para la Cultura Urbana que permanece secuestrado por el régimen. Pues bien, el intelectual chavista la emprende con una andanada de descalificativos contra el poeta Cadenas, entre calumniosos e infamantes, y los extiende sin ahorros de términos neofascistas contra el fotógrafo Vasco Szinetar, el académico Rafael Arráiz Lucca y el recientemente fallecido arquitecto Willian Niño Araque. No contento con repetir el ruin ataque iniciado por Mario Silva desde su denigrante programa La Hojilla, Seijas incluye entre sus execrados al escritor Federico Vegas y al difunto historiador y crítico de arte Alfredo Boulton.

El lenguaje usado por el susodicho «intelectual» hace mérito de lo aprendido por su maestro, no otro que el mismísimo Presidente de la República. Su lengua de albañal y difamatoria está perlada por expresiones como «bichitos», «malandros agallúos», «caguetas», «malechores», «par de ratones», y a la misma editorial Fundación para la Cultura Urbana no la baja de «guarimba» y «fachada legal de la CIA». No hay ideas, sólo ataques personales. Nada nuevo bajo el sol. Es sólo una versión pervertida de la maledicencia del finado Argenis Rodríguez.

Confiemos, como dijo una vez el artista Carlos Cruz Diez, que esta idiotez sea sólo pasajera y el país recupere la capacidad de distinguir entre posturas políticas y valores artísticos (artes plásticas, cine, música, literatura, teatro) y, sobre todo, se revalorice la tolerancia que permite ver en el otro un disidente y no un traidor. No nos consolemos con que todavía sólo es desprecio, pues puede pasar a mayores y ya será tarde.

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